jueves, 24 de febrero de 2011

Un segundo

Los vaqueros que colgaban del tejado de en frente estuvieron años ahí. Nosotros los veíamos desde nuestro salón sin sol y nos preguntábamos cómo habrían llegado hasta ahí. De quién serían. Por qué estarían allí. Pasaron granizadas y vendavales y siguieron en aquel tejado, cubriéndose de mugre, de lluvia, de ciudad. Luego vinieron los obreros a renovar el edificio. Abrieron las puertas de sus balcones, de esos balcones que siempre habían estado cerrados y sileciosos y pintaron la fachada de color crema. También quitaron los vaqueros. Los descolgaron con un palo largo y desaparecieron para siempre. Bastó un segundo.

También basta un segundo para acabar con un sueño. Con una vida. Con un futuro. Basta un segundo para enamorarse, y un segundo para decepcionarse. Basta un segundo para cruzar la frontera entre lo bueno y lo malo. Para pasar de un día feliz a un día triste. Un segundo. Nada. Todo.

Paso demasiado tiempo frente a la ventana. Si no a qué esta filosofía de tejado. Los operarios están tan cerca que puedo verlos. Pueden verme. Así que ya no me siento sola, aunque los vaqueros y la historia que los llevo hasta ahí hayan desaparecido para siempre.

Ya lo sé.
Últimamente solo escribo tonterías.


jueves, 10 de febrero de 2011

maternidad



Llevábamos la falda y el pelo corto. Éramos chicas con aspecto frágil y masculino, como si lo masculino pudiera ser frágil en aquellos años. Bailábamos, como si bailando fueramos simples marionetas y no importara nada más. Bebíamos, fumábamos y los adultos nos miraban mal. También los chicos nos miraban pero no había censura en sus ojos. Era otra cosa. Sin duda. Quizá la falda. El pelo. Los labios rojos. ¿No he contado que los perfilábamos con lápices de colores? Sí, aquellos eran labios perfectos. A veces los besaban y aquellos besos sabían a ginebra y a tabaco negro. Luego apoyábamos la cabeza en su hombro y el olor a colonia masculina nos erizaba la piel como gatas en celo. Si tenías suerte aquel hombro en el que descansabas pertenecía a un chico progre que tras la lujuria de las hormonas no te vería como una niña boba. Pero casi nunca había suerte. 

Éramos tontas, pero no más que ellos. Solo que ellos eran ellos y no tenían que rendir cuentas a nadie. Disimulábamos la barriga incipiente con jerseys largos y anchos que nos poníamos con mallas de colores eléctricos. Los labios seguían pintados pero ya no queríamos que nos besaran. Solo dibujarnos una sonrisa. Dejamos de bailar y de beber aunque no de fumar. Fumábamos todo el rato. Era nuestro momento de libertad. Aspirábamos el humo como si fuera la vida la que se nos metiera dentro y contaminara nuestros pulmones. Luego era otra vida la que venía y dejábamos de ser solo una. Dejábamos de ser mujeres, si es que alguna vez habíamos conseguido serlo, y nos convertíamos en madres. 

Y aquello era agotador.

martes, 1 de febrero de 2011

La mosca

Ellos creían que nos habíamos cansado de protestas y que les habíamos dejado libres para seguir en su alucinada carrera hacia la guerra. Se equivocaron. Nosotros, los que hoy nos estamos manifestando aquí y en todo el mundo, somos como aquella pequeña mosca que obstinadamente vuelve una vez y otra a clavar su aguijón en las partes sensibles de la bestia. Somos, en palabras populares, claras y rotundas para que mejor se entiendan, la mosca cojonera del poder.
Manifiesto contra la guerra.
José Saramago
15 de marzo de 2003.

Quisimos creerlo con tanta fuerza que la decepción, cuando llegó, fue mayor. Luego vino el cambio, pero las tropas ya estaban allí. Volvieron, pero dio igual. La herida estaba hecha. La cicatriz ya no se borraría nunca.

Habíamos dejado de tener veinte años, novios revolucionarios, fe en la política. Habían cambiado cosas y necesidades, y el mundo, las posibilidades, daban vértigo. Estábamos perdidos. Estábamos buscándonos. Así que cambiamos la calle por la palabra, por la acción pequeña y diaria. Por los asuntos propios. Y al final qué: la indiferencia. El olvido.

Ellos creían que nos habíamos cansado de protestas y era verdad. Ya no creíamos en ellas.

Pero la pequeña mosca que todos llevábamos dentro volvió a hacer sonar su zumbido. Era muy lejos de aquí pero el rumor de la mosca cojonera se oía perfectamente. Era una y otra y otra, así hasta miles. Llenaron las calles, llenaron las plazas, llenaron las portadas de los periódicos y ocuparon los espacios informativos de las televisiones de todo el mundo. Gritaban libertad, gritaban democracia. Pedían que no nos rindiéramos. Que siguiéramos creyendo.

Y la calle volvió a ser nuestra.

Cuento a la vista

Cuento a la vista
La parte niña del vestido a rayas