Sentado junto a la ventana, vi pasar las vías tras de tí y con ello también el invierno y aquellos años ochenta, la libertad, todo lo que olía a nuevo. Hasta entonces yo había tratado de captar cada instante con mi vieja Leica, de congelar el momento, la juventud, todas nuestras ilusiones. Tú, mientras, te preocupabas de beberte las noches, de arañarle minutos a las madrugadas, de despilfarrar tu alma en camas ajenas y corazones solitarios. Y siempre, al día siguiente, compartíamos una litrona en un banco del parque que había junto a tu casa mientras intercambiábamos anécdotas y fracasos.
Queríamos llegar lejos y llegar pronto, pero todo lo que hacíamos era estirar nuestra juventud como si eso fuera suficiente para conseguirlo. Quien se dio cuenta antes de que el camino no era el correcto, no podría decirlo. Sólo sé que nos costó aceptarlo y que ninguno habló de ello. Pasamos a compartir silencios en el banco del parque y nuestros miedos hicieron el resto. Luego inventamos excusas y abandonamos proyectos: acabamos adaptándonos y despidiéndonos con la mano en una estación de tren.
Queríamos llegar lejos y llegar pronto, pero todo lo que hacíamos era estirar nuestra juventud como si eso fuera suficiente para conseguirlo. Quien se dio cuenta antes de que el camino no era el correcto, no podría decirlo. Sólo sé que nos costó aceptarlo y que ninguno habló de ello. Pasamos a compartir silencios en el banco del parque y nuestros miedos hicieron el resto. Luego inventamos excusas y abandonamos proyectos: acabamos adaptándonos y despidiéndonos con la mano en una estación de tren.
¿Sabes cuando nos perdimos? Me preguntaste mucho después, una tarde gris y bochornosa de verano en que nos dimos a la nostalgia a base de chatos de vino.
Yo, que temía tu respuesta sonreí y cambié de tema...
Yo, que temía tu respuesta sonreí y cambié de tema...