La línea que separa la realidad de la fantasía es tan fina que a veces uno abre los ojos desorientado en medio de la ciudad y todo parece de mentira. Ayer recorrí una a una todas las calles con nombre de vírgenes en el madrileño barrio de la Concepción mientras contemplaba con estupefacción una mezquita blanca y brillante desafiando la M-30. Cosas de la globalización y la interculturalidad, sin duda, cosas de este mundo de locos: la carretera llena de coches y las calles oscuras, silenciosas y vacías.
Hasta que llegué a mi destino. Crucé la línea y la realidad se volvió lejana. De repente me sentía en una película futurista de los años ochenta. Un edificio feo como una vieja fábrica y mucha gente. Una recepción y unas pantallas anunciando el número de cada anden. Y como en una estación muchas despedidas.
Qué lugar de ciencia ficción un tanatorio. Tu nombre cuando ya no eres en una pantalla y gente encontrándose, poniéndose al día en sus cosas, el trabajo bien, y gracias, como están las cosas no hay que fiarse y de vez en cuando, entre cigarro y cigarro, ya dejó de sufrir, no somos nada, qué vida esta.
No sé por qué no nos acostumbramos a la muerte, si va implícita en el soplo de vida con el que nacemos. No sé por qué nos da por crear escenarios más propios de ciencia ficción para recibirla, como si fuera algo irreal cuando es tan cierta como la vida misma. ¿Mecanismos de defensa?
A la vuelta la parada de Metro había sido engullida por las virginales calles del Barrio de la Concepción así que tuve que volverme en autobús. Más ciencia ficción, supongo.
Hasta que llegué a mi destino. Crucé la línea y la realidad se volvió lejana. De repente me sentía en una película futurista de los años ochenta. Un edificio feo como una vieja fábrica y mucha gente. Una recepción y unas pantallas anunciando el número de cada anden. Y como en una estación muchas despedidas.
Qué lugar de ciencia ficción un tanatorio. Tu nombre cuando ya no eres en una pantalla y gente encontrándose, poniéndose al día en sus cosas, el trabajo bien, y gracias, como están las cosas no hay que fiarse y de vez en cuando, entre cigarro y cigarro, ya dejó de sufrir, no somos nada, qué vida esta.
No sé por qué no nos acostumbramos a la muerte, si va implícita en el soplo de vida con el que nacemos. No sé por qué nos da por crear escenarios más propios de ciencia ficción para recibirla, como si fuera algo irreal cuando es tan cierta como la vida misma. ¿Mecanismos de defensa?
A la vuelta la parada de Metro había sido engullida por las virginales calles del Barrio de la Concepción así que tuve que volverme en autobús. Más ciencia ficción, supongo.