Llevo meses pensando en cortarme el pelo. Mucho antes de saberlo ya amenazaba temporal en estos tiempos de derrota. Un cambio en los rizos deshechos, como un acto de rebeldía absurdo, como tirarle una patata frita llena de ketchup a la estatua silenciosa de Adam Smith. Desde Edimburgo, fantasmas, frío y piedras, luchando a golpe de fish and chips contra el liberalismo.
Nunca llegué a cortarme el pelo aunque lo pensé una y otra vez. No lo sabía pero necesitaba un cambio, aunque desistí en mi empeño. Cortarme los rizos era como reconocer que me había contagiado de la tristeza, del desánimo, del desasosiego de este país irreal. Y no era cierto. A pesar de los informativos, de las conversaciones robadas, del dolor y la añoranza, la ciudad parecía seguir brillando a mis pies. Estábamos por encima, a muchos años luz de toda esta amargura. Paseando como si acabáramos de reinventar Malasaña. Bajando las cuestas con mi melena al viento, clareada en las puntas por un sol de ensueño al otro lado del Atlántico.
Y sin embargo, mucho antes de saberlo, esta ciudad y este país ya se me habían pegado al paladar con un sabor amargo. Dato tras dato, noticia a noticia, me dolían los huesos, me estallaba la cabeza, se me encogía la piel y no paraba de pensar en cómo echaba de menos una mano en mi mano. Aunque el resto fuera perfecto. Ante todo y sobre todo se me cortaba la respiración cuando en plena Gran Vía buscaba donde aferrarme y no había mano a la que enlazar mis dedos. Me servía el bolsillo de un pantalón o del asa de una mochila, pero no era lo mismo. Era un yo contra el mundo. Como ha sido siempre.
Por fin llegó la lluvia y solo trajo la tristeza. Soñábamos con escondernos del agua de primavera bajo un edredón de manchas. Escuchar cada gota marcando el tiempo y señalándonos la eternidad. Pero no sirvió para limpiarnos. El mundo estaba fuera esperando. El mundo y su gris, y sus malas noticias. El mundo donde la ternura no sirve, donde el talento no vale, donde los sueños no se cumplen, donde los amigos cogen las maletas y se despiden en los aeropuertos.
No hay remedio. Me han contagiado.
Definitivamente, tengo que cortarme el pelo.
Nunca llegué a cortarme el pelo aunque lo pensé una y otra vez. No lo sabía pero necesitaba un cambio, aunque desistí en mi empeño. Cortarme los rizos era como reconocer que me había contagiado de la tristeza, del desánimo, del desasosiego de este país irreal. Y no era cierto. A pesar de los informativos, de las conversaciones robadas, del dolor y la añoranza, la ciudad parecía seguir brillando a mis pies. Estábamos por encima, a muchos años luz de toda esta amargura. Paseando como si acabáramos de reinventar Malasaña. Bajando las cuestas con mi melena al viento, clareada en las puntas por un sol de ensueño al otro lado del Atlántico.
Y sin embargo, mucho antes de saberlo, esta ciudad y este país ya se me habían pegado al paladar con un sabor amargo. Dato tras dato, noticia a noticia, me dolían los huesos, me estallaba la cabeza, se me encogía la piel y no paraba de pensar en cómo echaba de menos una mano en mi mano. Aunque el resto fuera perfecto. Ante todo y sobre todo se me cortaba la respiración cuando en plena Gran Vía buscaba donde aferrarme y no había mano a la que enlazar mis dedos. Me servía el bolsillo de un pantalón o del asa de una mochila, pero no era lo mismo. Era un yo contra el mundo. Como ha sido siempre.
Por fin llegó la lluvia y solo trajo la tristeza. Soñábamos con escondernos del agua de primavera bajo un edredón de manchas. Escuchar cada gota marcando el tiempo y señalándonos la eternidad. Pero no sirvió para limpiarnos. El mundo estaba fuera esperando. El mundo y su gris, y sus malas noticias. El mundo donde la ternura no sirve, donde el talento no vale, donde los sueños no se cumplen, donde los amigos cogen las maletas y se despiden en los aeropuertos.
No hay remedio. Me han contagiado.
Definitivamente, tengo que cortarme el pelo.