La imaginación desbordante de Teresa le hacía pasar miedo. Por las noches las sombras del gotelé parecían caras de monstruos dispuestos a devorarla y Teresa, con valentía, alargaba la mano para tocar el techo y hacer desaparecer aquellas formas vivientes que la aterraban. En la litera de abajo, Mercedes dormía tranquila mientras Teresa se preguntaba qué extraños seres habitarían debajo de la cama para convertir el sueño pausado de su hermana en ese ir y venir de aullidos guturales.
Cuando se lo contaba a Mamá, esta callaba y Papá, siempre con la misma cantinela, le acariciaba su cabeza rizada y susurraba: ¡Cuánta imaginación desbordada!
La casa era nueva y más grande y había algo de aterrador en cada esquina. Vivían en un segundo con una terraza que daba a un patio donde una canasta olvidada inquietaba a la pequeña Teresa. ¿Dónde estaban aquellos que jugaron antes allí? ¿Por qué no se escuchaba el golpeteo continuo del balón en el tablero?
- A lo mejor vivían unos gigantes que jugaban todo el día con la canasta – le contaba las tardes de lluvia a Mercedes - Pero se aburrieron porque encestar era muy fácil. Así que se fueron.
Pero lo que más miedo le daba a Teresa era el piso de arriba. No sabía si era su imaginación desbordante o los delirios del sueño pero cada mañana escuchaba el llanto triste y desgarrado de una mujer.
- Mercedes, despierta, ¿no lo oyes?
Aunque Mercedes, probablemente absorbida por los inquietantes monstruos que habitaban bajo su cama, ni se despertaba, ni oía nada. Teresa se encogía bajo la manta, se tapaba los oídos y cerraba los ojos para no ver lo que la imaginación, cruel, terrorífica, certera, quería mostrarle.
Luego, en el desayuno Mamá callaba y Papá, siempre con la misma cantinela le acariciaba su cabeza rizada y susurraba: ¡Cuánta imaginación desbordada!
Más miedo daban los golpetazos que venían del techo. Como si alguien martilleara con saña el suelo del piso de arriba, primero. Como si alguien caminara con zapatos de hierro, después. Teresa escuchaba aquellos golpes mientras merendaba en la cocina y Mercedes tocaba el piano en el salón.
No era su imaginación desbordante. En aquella casa pasaba algo raro. Tal vez vivía dentro una princesa hecha prisionera por un militar de pesadas botas y gesto enfurruñado que la había raptado para convertirla en su mujer y que reinara a su lado en el bosque encantado de la tercera planta. Tal vez la princesa, sola, aburrida y lejos de casa, lloraba cada mañana esperando que alguien la escuchara.
- Seguro que llega un príncipe vestido de azul y la rescata un día de estos – imaginaba, lloraba, rezaba Teresa mientras se cubría con el edredón y dejaba que aquella oscuridad tibia la alejara de los malos pensamientos.
Pero no fue un príncipe azul quien rescató a la princesa sino un par de policías uniformados que procedieron al levantamiento del cadáver.