martes, 31 de marzo de 2009

y griega



La y griega que une tu nombre con el mío, que lo compacta en una sola unidad es como los dedos que entrelazo con los tuyos y convierten tu cuerpo en una continuación del mío.

La y griega que une nuestros nombres en las conversaciones de los amigos, en las invitaciones, es como el beso con el que callas mi boca y conviertes el silencio en el mejor de los paraisos.

Somos y griega, uno al lado del otro, sin importar el orden:
quien va antes, quien va después o si vamos solos.

Cada letra de tu nombre, cada letra del mío no es tan importante como esa y griega por la que me deslizo hasta tu cama como por un tobogán. No es tan necesaria como esa y griega a la que te agarras como a una cuerda para trepar hasta mi cuerpo.

Si se rompe la y griega, si se resquebraja, la coma entre tu nombre y el mío será como el muro que separa nuestros cuerpos. La coma despegará nuestros dedos, se interpondrá entre nuestros labios.

Será entonces el silencio el peor de los infiernos.

jueves, 26 de marzo de 2009

Postales

Un día, de repente, le llegó una postal llena de chiringuitos de playa. Te invito a una copa. Y ella la colgó en la pared de su cuarto, cerca de la cama, y bebió a su salud.

Al mes llegó otra llena de anuncios de neón, aplausos y carteles publicitarios. Te invito al cine. Se preparó unas palomitas y se quedó despierta hasta las tantas mirando el televisor.

Poco tiempo después recibió otra postal cargada de coches y luces, repleta de velocidad. Te invito a volar. Y ella sintió el vértigo del tráfico, de los motores rugiendo en su habitación de paredes blancas.

Empezaba a amenazarnos el invierno cuando llegó otra, grande y brillante, con una ciudad amarilla y seca. Te invito a que te desnudes. Y ella se quitó su ropa y dejó que el sol abrasador del desierto quemara su piel rosada.

Pasado año nuevo vino una carta con anuncios de hoteles de lujo en la ciudad más cara del mundo. Te invito a soñar. Y ella probó todos los colchones, se miró en todos los espejos, recorrió sus pasillos llenos de sombras y acabó desayunando en la cama.

Para su cumpleaños recibió un paquete con fotos repletas de sonrisas y niños. Te invito a la risa. Y ella acabó con agujetas de tanta carcajada y rejuveneció dos siglos y medio.

Cuando se cumplió un año llegó guardado en un sobre gris un billete de avión. Te invito a que me sigas.

Cogió la maleta y se marchó.


martes, 24 de marzo de 2009

A machetazos




Tenías razón.

A los dinosaurios, como a los fantasmas, hay que matarlos a machetarlos.

No existen, ¿recuerdas?

No existen. Hace tiempo que se extinguieron.

Así que no les tengas miedo.

Acaba con ellos.



miércoles, 18 de marzo de 2009

Mi sombra y yo

Parece imposible, pero hasta hace nada no tenía ni idea de lo poco que conocía a mi sombra, compañera fiel con la que nunca hablaba, a la que nunca preguntaba, a la que solo miraba buscándome en ella sin darme cuenta de que tenía vida propia, de que se escapaba mientras dormía, de que huía a vivir su propia vida con otras sombras extraviadas, pendiente siempre del reloj, atenta siempre a todos mis despertares.

Hace algunas semanas sin embargo, cuando me levanté para ir a trabajar, no había vuelto. No me di cuenta al principio, la verdad, sólo cuando entré en la ducha y la lámpara que pende justo encima de mi cabeza no proyectó dibujo alguno a mis pies me sentí un poco acongojada.

La busqué debajo de la cama por si acaso, dentro del armario, entre los chocolates de la despensa y los libros de la estantería. Nada. Sabiéndola perdida y consciente de que ya iba a llegar tarde al trabajo me senté en el balcón a esperar. Lo que vino después fue una sensación inquietante y desgarradora. Algo que no se parecía a nada: de repente estaba sola, terriblemente sola, verdaderamente sola, por primera vez. Sin mi sombra proyectándose entre los barrotes. ¿Y si no vuelve?

En realidad quién necesita una sombra, para qué sirve. Pero no me tranquilizó nada esa reflexión. Todo el mundo sabe que el mejor lugar al que mirarse y descubrir camino a la oficina si los rizos han amanecido escurridos ha sido, y será siempre, la sombra propia. También el mejor espejo al que asomarse las noches de desvelada, porque no muestra nunca las ojeras, ni las patas de gallo, ni la tristeza en la mirada.

Cigarro tras cigarro fue pasando la mañana en mi balcón. Pasó el día pero no la congoja. A quién acudir en estos casos. A quién contarle que se me ha perdido la sombra, que no ha vuelto a casa, que lo mismo le ha pasado algo...

Cuando la ví aparecer por la calle me sentí aliviada. Primero. Luego enfadada. Después preocupada (tenía un aspecto lamentable). Finalmente feliz, a pesar de. Sombra no estás bien. Y le curé una a una sus heridas, mientras me contaba su desgracias de sombra maltratada. No tenía a quien acudir, y no ha sonado a reproche, pero yo lo he sentido así.

Desde entonces hablo a menudo con ella y nos va bien. La convencí para que terminara con esa sombra nocturna y violenta con la que solía salir, pero ella, reincidente, continuó pegada a él una y otra vez. Así que me puse drástica. Cambié mi trabajo por uno nocturno y ahora duermo por las mañanas. Ella ya no puede verle nunca y va sanando poco a poco su amor propio ultrajado. A veces, cuando la veo atusarme los rizos bajo las farolas camino del trabajo, me parece incluso que vuelve a ser feliz. Y me gusta.

Algunos dicen que he salvado a mi sombra, que qué buena soy. Pero nadie entiende lo que yo sentí en aquel balcón mientras la esperaba. Nadie entiende que el verdadero motivo de que tengamos sombra es poder sentirnos acompañados siempre.
Es recordar en todo momento quienes somos.

miércoles, 11 de marzo de 2009

la vieja Olympus


Le gustaba trabajar con las manos. Arreglar aparatos inservibles. Deshacer sus entresijos y llegar a sus entrañas. Entender cómo funcionaban por dentro. Volver a rehacerlo todo y guardar el secreto. Vivía solo desde que ella se había marchado. Vivía solo y rodeado de viejos cachivaches en una cabaña junto a un río, cerca de la montaña.

Un domingo como otro cualquiera se acercó a la ciudad a visitar el mercado y ahí estaba. Esperando su oportunidad. Esperando una mirada de deseo como aquella. La vieja Olympus languidecía desde hace tiempo en el puesto de antigüedades del viejo escritor. Nadie quería ya recorrer sus teclas, ni oler su tinta, ni disfrutar con su traqueteo sobre el papel. Hacía tiempo que había perdido la guerra contra la informática y lo asumía sin melodrama. Moriría oxidada y cubierta de polvo en un desván lleno de cosas inútiles.

Pero entonces llegó él y comenzó a mirarla, a tocarla incluso.
Era bonita, tenía algo.
La compró.

Algunos días más tarde la puso a punto. Comprobó cada una de sus teclas, las que servían, las que no. Se enredó entre las clavijas y los rodillos, deshizo el rollo de tinta, lo volvió a enrollar. Buscó entre los cajones algún papel y sacó una cuartilla amarillenta. Comenzó a escribir. Solo por probarla, solo para ver.

Lo que de las teclas de la vieja Olympus salió fue una colección de personajes llenos de vida. Salieron del papel amarillento e invadieron su casa.

Nunca más volvió a estar solo.

jueves, 5 de marzo de 2009

Sinatra tiene la culpa



La vida es otra cosa, pensaste observando las luces de la ciudad rodeándote en aquella azotea llena de antenas. La vida no es Nueva York, ni Central Park, ni el puente de Brooklyn. Esos lugares no son reales, no existen. La gente no se enamora en cinco minutos mientras espera bajo una marquesina a que pare la lluvia. Ni baila en los tejados de los edificios, ni Sinatra canta.

Estabas sola después de mucho tiempo y lo que no ocurriría, y lo sabías, era que al darte la vuelta él habría regresado con la mirada suplicante. No estiraría la mano y te invitaría a bailar fly me to the moon bajo las estrellas. No te besaría al final de la canción. No sería tan fácil.

La vida era justo lo que tenías bajo tus pies. Calles abarrotadas de coches buscando un refugio, amantes resguardándose en rincones oscuros, miradas perdidas evitando cruzarse con otros ojos extraviados, cuerpos cansados a la espera de un asiento, ganas de llegar a cualquier parte sin importar bien dónde, ni para qué.

La vida era esa otra cosa y ni siquiera estaba tan mal. Pero no había una orquesta de metales que tocaran todas las noches de luna llena en tu salón, ni había príncipes azules sin mal humor los domingos, ni regalos que curaran los problemas de incomunicación.



La culpa era de Sinatra. Toda la culpa. Casi toda.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Treinta años


De pequeña era capaz de adivinar que llegaba con sólo escuchar su taconeo a lo largo del pasillo del colegio. Siempre combinaba zapatos y bolso por lo que cada mañana, antes de subirnos al coche tenía que cambiar las cosas de uno a otro, negro, marrón o azul. Solo recuerdo haberla visto conducir una vez a pesar de que renueva religiosamente su carné. Yo soy igual en eso.

También, supongo, en lo de contradictoria. La mayor bronca que tuve con ella fue por querer teñirme el pelo de azul y cuando me cansé y quise quitármelo le pareció fatal porque decía que estaba muy guapa. Siempre hace cosas así.

Nos llevamos 30 años (30 años y medio exactamente) y cada vez que me pongo la falda blanca ibicenca me recuerda que salió a pasear por Salamanca con esa misma prenda apenas una semana después de que hubiera nacido. Por cierto que esta semana, en Beirut, pasamos junto al antiguo campo de refugiados de Sabra y yo pensé en ella con un bebé casi recién nacido en brazos llorando ante las imágenes de la televisión. Me lo ha contado muchas veces.

Se acerca a los sesenta de la misma peligrosa manera en que yo me acerco a la treintena pero está estupenda y sigue pintándose la raya del ojo aunque sea para estar en casa. La he visto hacerlo un millón de veces y quizá por eso yo también me la pinto a menudo.

Ha puesto Internet solo y exclusivamente para leer mi blog y aunque al trabajo los pasteles los lleve siempre el día de la mujer trabajadora los que la conocemos sabemos que no, que es hoy cuando hay que decirle felicidades.

Seguro que llora leyendo esto y en eso también nos parecemos.
Lloramos por todo.

martes, 3 de marzo de 2009

La manzana: de vuelta de las ciudades...


Junto a mi ordenador tengo una manzana robada en un palacio de las mil y una noches. Ha cruzado el Mediterráneo y permanece ahí, brillante, mirándome melosa. Si me comes, me dice, volverás a sentir la oscuridad verde de Damasco, las sombras de sus callejuelas empedradas, la altivez de la mezquita omeya. Si me comes, me dice, ese gusto ácido te reconfortará y acabará con el cansancio.

Pero aún no tengo hambre y no lo hago. Sólo la miro y pienso en la lluvia. No la de aquí, sino la de las ciudades amarillas, la que cae sobre las vidas posibles, la que empaña las miradas inquietas. Pienso en el tiempo y en la distancia, en esta oficina que no ha cambiado nada en estos quinientos años (que es el tiempo que ha pasado desde la última vez) y me miro por dentro y tampoco sé si yo he cambiado mucho.

La ciudad me observa con desdén y no entiende. Septiembre es el mes de las tristezas post veraniegas, Marzo no. Por eso no me consuela, por eso el aeropuerto sólo me devuelve un Madrid desgastado en sus rutinas, por eso la oficina no tiene aire de fiesta.

Otra vez los papeles desordenados, las cuentas pendientes, los guiones sin escribir. Otra vez una fruta sobre la mesa, esperando un descanso, esperando un mordisco. Si me comes, me dice la manzana mágica robada de un palacio de las mil y una noches, permanecerá en tu boca un ratito más ese regusto a tranquilidad y a dicha infinita.

Obedezco y de repente se me apagan las nostalgias. La manzana es mágica, por eso. Damasco se guarda en su cajita, se archiva en mi biblioteca de recuerdos y se difumina. No me gusta pero no le queda otra.

Y mientras en mi boca el regusto ácido...
La manzana...

Cuento a la vista

Cuento a la vista
La parte niña del vestido a rayas