domingo, 19 de diciembre de 2010

La teoría de los calcetines



Rocío cree que siempre que alguien estrena algo hay que pedir un deseo. Que si lo pides mucho, acaba por cumplirse. Por eso, porque lo más barato son los calcetines, de vez en cuando se compra unos cuantos y así puede tocarlos, cerrar los ojos y desear algo con fuerza. Me lo cuenta mientras bebemos un pacharán en casa de Frauke. Afuera -11 grados, la nieve. Afuera la ciudad. Afuera nosotros, luego, en busca de un lugar donde perdernos. Tengo un plan, les cuento, y sonríen.

El domingo dura apenas una hora de sol. La que aprovecho para buscar un regalo. Para comprarme calcetines. Al estrenarlos, después, cierro los ojos y deseo con fuerza. 

Pero qué.
Si todo es perfecto.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Berlín reino encantado

Quizá más que nosotros mismos, Berlín tiene su fisonomía llena de cicatrices. Hay un arañazo de piedra que recorre sus calles, atraviesa ríos y edificios y marca con placas de acero la peor de las heridas de guerra. Yo me agacho y la acaricio con mis dedos helados y me pregunto si aún se resiente la herida. Nos bebemos una cerveza al sol, y pasa un verano y me crece el pelo y me corto el flequillo y me voy. Luego vuelvo. Me voy. Vuelvo. Me marcho otra vez. Como una herida que se resiente con el frío.

Pero ahora es invierno del año 8 de nuestra vida en común. La nieve de estos días cubre todas las cicatrices y al salir a la calle, de repente, esta ciudad está a salvo de todas las torturas. Ya no es Berlín, la que fue dos y ahora es una o muchas o quién sabe qué. Hoy es un reino encantado lleno de seres gélidos y fantásticos, redondos con zanahorias y bufandas. No hay coches, sino extrañas máquinas blancas aferradas a una acera que ya no distingue el carril bici, ni la carretera, ni nada. Las personas no tienen manos, ni boca, ni casi ojos. Son trozos de tela y pluma que se mueven torpes sobre el blanco. La mayoría viste de negro.

En este Berlín sin cicatrices caminamos bajo la nieve. Los copos son proyectiles de otra guerra que se nos cuelan en los ojos. Miramos al suelo. No vemos nada. No hay nada. Solo nieve. Busco tu mano pero es un trozo de lana la que aprieta con fuerza el trozo de lana que cubre mi mano. Vas tan abrigada que intuyo que bajo esa maraña de ropa debes estar tú. La de siempre. Luego llegamos a un museo lleno de agujeros irregulares y absurdos en la pared, como irregulares las guerras, como absurdas las muertes. Nos quitamos la ropa. Dejo de temblar al comprobar con alivio que no me equivoqué. Eras tú.

Caminamos entre salas que imagino llenas de escombros. Lo imagino o me lo cuentas tú y asiento con la cabeza. Luego atravesamos una sala y en silencio, entre tinieblas, nos la encontramos.
Dicen que es la más bella de todas las berlinesas. Y me lo creo.

Hay un aire decadente y sombrío en el museo. Sus suelos de azulejos, las pinturas descascarilladas, las columnas con capiteles. Una escalera. Leemos sobre exploradores de principios del siglo XX y casi puedo oler el desierto. Parece que estemos muy lejos de aquí. Pero desde la ventana vemos un rey subido a un caballo verde cubierto de blanco.

Es verdad.
Reino encantado.
Berlín

viernes, 3 de diciembre de 2010

frío


Corríamos y dejábamos que las suelas gastadas de nuestras botas resbalaran por la nieve convertida en hielo. Yo me reía como una niña y a ti se te escapaban las ganas. Corríamos para dejar atrás el frío y refugiarnos en el calor de un bar. ¿Una cerveza? Preferiría un glühwein, pero no había así que acabamos besando la cerveza primero, nuestras bocas después. ¿Nos vamos? Y una casa sin muebles nos esperaba a la vuelta de la esquina. Mis manos estaba frías y recorrían tu piel caliente y transparente. No había radiador suficiente para aquel invierno.

Quizá nos encontramos antes, me dijiste mientras situábamos las coordenadas en nuestra biografía. Quizá te desesperaste conmigo junto a la máquina de la cafetería de la facultad. Siempre tardaba siglos en encontrar las monedas. Quizá nos subimos al mismo ascensor. Tú te bajarías en la cuarta planta y yo iría a la última. Llegaría tarde. Seguro. Quizá te sentaste delante de mi en el salón de actos durante alguna proyección y me hiciste gruñir porque no me dejabas ver nada. Quizá viste mi cartel de intercambio pero no le hiciste caso, como si supieras que aquel no era el momento del encuento. 

Luego llegó el silencio y tu respiración. De repente no conseguía recordar los otros besos y acechada por el olvido me dio por perderme en la nostalgia. Y qué que nada fuera como antes. Tampoco yo lo era. Dormí soñando con nieve. Todo era blanco y había una carrera de trineos y tú no eras tú. Tenía que conseguir llegar pero no llegaba y cuando me desperté tu cuerpo pesaba cien kilos y yo no podía respirar. Me voy a casa, pensé, pero tú me acariciaste con ternura y me dejé perder.

Al día siguiente la ciudad relucía. El día no era gris sino plateado y el blanco hacía brillar tu pelo y la punta roja de mi nariz congelada. Yo suspiraba por lo que sabía que nunca sería, aunque me dolía más aquello que casi fue y que deseé de verdad. Tú, que nada podías saber de todo aquello, me diste un beso suave en la boca y te marchaste corriendo y me dejaste ahí con el café a punto de enfríarse y una maraña de recuerdos que nada tenían que ver contigo.

Otra vez las cicatrices mal cerradas.
O un corazón demasiado frío.

martes, 30 de noviembre de 2010

Tren nocturno a Budaypest


Debe ser muy verde, pero ahora está helado. Un manto blanquecino difumina los colores. Cruzamos un río y luego otro. No sé qué hora es pero está amaneciendo. ¿Las siete? No recuerdo cuando me quedé dormida pero debió ser muy pronto. Cuando no hay sol y una ha terminado de compartir cena con dos personas en apenas un metro cuadrado y no funciona la luz junto a la cama, no hay nada mejor que cerrar los ojos y soñar. Me encanta que hayamos hecho este viaje en tren.

Frauke duerme en lo más alto de la litera y Suzana se bajó en Bratislava. Nuestro compartimento parece un submarino amarillo. Excepto por la ventana que nos trae de vuelta un sol redondo y rojizo que tiñe las nubes de rosa.

Rectifico. Los campos son azules. De un verde blanco casi azul. Todo es llano, muy llano. A lo lejos difuminadas y azules se ven unas montañas. Ya no cruzamos ningún río, sino que viajamos pegados a su orilla. Es un río tan ancho que parece un lago. Me pregunto si será el Danubio. 

Traen el desayuno. 
Debe quedar media hora. 
Seguro que es el Danubio.
Felicidad...

 

jueves, 25 de noviembre de 2010

Elixir



Algo se rompe dentro de Caro. Tiene veintirés años y hasta hace unas horas un novio alto y guapo con el que compartir desayunos y cenas, camas, sofás, coches, idas y venidas, un par de años. Ahora su piel transparente esta roja, irritada por unas lágrimas que no curan, ni tampoco la hacen sentir mejor, pero que son inevitables. Yo le regalo una pastilla de sol de las que me regaló Rocío y dentro una frase de Tagore le recuerda que siempre brilla el sol, a pesar de. 

Últimamente solo hablo de rupturas y me pregunto qué extraño elixir tiene esto del amor que nos hace volver siempre a pesar de las huidas. No desesperemos, no generalizamos. No nos volvamos locos todavía. Porque también hay quien, en estos tiempos inciertos, se enamora. Con fragilidad, con delicadeza. Con mucho miedo, con muchas ganas. Lo imposible se vuelve posible y de repente lo extraño es que no hubiera sido así siempre.

Unos entran y otros salen y mientras yo hago la maleta. Le temo al frío como si ahí donde voy pudiera hacer más frío que aquí. Como si la niebla del Danubio fuera más densa que la del Spree.Voy a una ciudad que fueron dos ciudades y me hace gracia. Berlín también era dos y ahora es mucho más que una. Tengo el don de sentir las nostalgias que vendrán y con la maleta hecha pienso en las semanas que apenas quedan para hacerla de verdad. Para salir mientras otros entran en esta ciudad de idas y venidas, de gente que busca y que encuentra.

Y también me pregunto qué extraño elixir tiene Berlín. Qué extraño elixir, Madrid. 
Porque yo también vuelvo. 
Siempre.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Desencuentros



Nos besamos un día de sol y de invierno. Estábamos haciendo una barbacoa en un lugar precioso y ni siquiera teníamos veinte años. Bebíamos cerveza con ansia, con ganas, con una desesperación adolescente y la risa floja. Yo me acerqué a ti y te besé. Supongo que fue la cerveza, la desesperación adolescente y la risa floja. No lo pensé. Tú me miraste perpleja y no dijiste nada. Me sonreíste con tristeza y te diste la vuelta.

Después de aquello nunca volvimos a decirnos nada importante. Yo dejé de quererte, supongo. Me enamoré de un amigo de otro amigo de alguien y estuvimos perdiendo el tiempo durante algunos años. Luego tú te fuiste, yo me fui. Alguien me dijo que vivías con un chico en una casa del centro. 

Años después nos encontramos en una ciudad cualquiera. Yo iba de la mano de un chico de sonrisa dulce con el que compartía piso, gato y penas de amor. Cuando te marchaste te señalé con el dedo y confesé que una vez, en otra vida, te había querido. Cuando creía que me gustaban las mujeres.

Hace poco nos cruzamos en el metro. Yo salía de una cama ajena, despeinada y feliz y tú, camino al trabajo, dormitabas sobre el hombro de otra chica que te acariciaba la cabeza. Alguien me dijo que hacía años que vivías con ella. Que planeabas casarte ahora que ya era posible.

A mi se me atragantó la copa de vino al escucharlo y frente a mi vi pasar una vida posible. 
Pero hacía mucho tiempo que ya no teníamos veinte años.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

tiempo de revolución



Es tiempo de revolución reza un cartel junto al albergue donde se quedaron las visitas. Proceso la foto y la subo a Internet. La comparto por si alguien más quisiera darse por enterado y hacer algo. Pero afuera hace viento y llueve y todos los árboles han perdido sus hojas y parecen esqueletos que quieren atraparnos. Es tiempo de revolución pero dentro, mi cuerpo es pesado, mi mente está confusa y solo puedo escuchar música mientras contemplo como la oscuridad se adueña de la ciudad y la desgana tiene forma de pijama.

Alguien toca una trompeta en el interior de mi ordenador y hablamos de qué hacer. No se nos ocurre nada, así que seguimos dándole vueltas al mismo tema. Siento un desamor que no me pertenece y mi cabeza deshecha la idea. Es solo un dolor reflejo que está a muchos kilómetros de aquí. Qué sentido tiene preguntan algunas y Macarena se aferra a la cabeza rubia y amada, como si con ese gesto nos pusiera a salvo a todas.

Al otro lado de este Berlín mojado, las calles de mi infancia andan inquietas, pero esa no es la revolución que reza la pintada. No destila optimismo, como las luces de neón sobre la pared de cemento. Los corazones rotos nunca fueron una revolución sino una guerra perdida.

Paseamos por esta ciudad que es muchas ciudades. Arañamos la historia bajo el paraguas mientras alguien nos cuenta. Aquí es historia lo que queda y lo que no queda. Lo destuido y reconstruido, lo que borraron pero no olvidaron. Nos bebemos una cerveza y luego otra y medimos los centilitros del licor dorado que nos hincha la barriga en un bar con nombre de revolucionario. Nos reímos y la revolución somos nosotros, que queremos comernos el mundo, la noche, esta ciudad. Tanta es el ansia que acabamos premutaremente en la cama. 
  
Pero así acaban siempre todas las revoluciones.

jueves, 11 de noviembre de 2010

En esto andamos...

Han estado mis amigas en Berlín unos días. Ha llovido, ha hecho frío y ahora, cuando ya estoy sola, sale el sol en la ciudad del muro. No podía ser de otra forma. Todos los árboles están desnudos frente a mi ventana y a mi me da pudor observarles. Esqueléticos, arrugados, acobardados ante el frío. Soñando con su manto dorado que les arrebató el viento. La acera es ahora la protagonista. La rueda de mi bicicleta verde hace crujir las hojas y en todas partes huele a campo. Pero estoy en la ciudad.

No descuido el vestido a rayas pero estoy metida en varias cosas a la vez. No es novedad. Pero a lo que más energía le estamos poniendo (en plural porque somos dos) es a
esto

Pasen y vean.
En esto andamos.

domingo, 31 de octubre de 2010

Desmantelamiento

desmantelar.

(Del lat. dis, des-, y mantellum, velo, mantel).

1. tr. Echar por tierra y arruinar los muros y fortificaciones de una plaza.

2. tr. Clausurar o demoler un edificio u otro tipo de construcción con el fin de interrumpir o impedir una actividad.

3. tr. desarticular (desorganizar la autoridad una conspiración).

4. tr. Desamparar, abandonar o desabrigar una casa.

5. tr. Mar. desarbolar.

6. tr. Mar. Desarmar y desaparejar una embarcación.



Firmar, llegar, recoger. No sé si se me olvida algo. Cruzar palabras. Miradas. Recuerdos.
Y de repente, como quien le da a la tecla de resetear, borrar todo de un plumazo.


viernes, 29 de octubre de 2010

Prisas



Siempre pasa lo mismo. Lo pienso y cojo las tijeras colgadas en la cocina y corto los tallos a los lirios recién comprados en el mercado turco. No los quiero blancos, le digo y él me dice que son azules y yo me lo creo y me los llevo a casa. Luego lleno el florero de agua y me bebo un vaso mientras un sol caduco ya no nos calienta. Me duelen las rodillas y no iré a nadar aunque sea viernes. Puedo tirarme en la cama y visualizar las manchas del techo y así saber que, de madrugada, me será más fácil encontrar los mosquitos que acabarán por desvelarme esta noche, como si esto fuera una noche de verano cualquiera o el trópico.

Siempre pasa lo mismo, pienso. Corro como si se me fuera a acabar el aire. Como si perdiera un tren. Como si no pudiera hacer otra cosa que correr. Tomo aire, todo el aire. Lleno mis pulmones y entonces:

Frenesí. Las caras que pasan. Rojo. Verde. Rojo. Verde. Rojo: me salté un semáforo y un travía hace chirriar su esqueleto. Un metro y otro. En una estación. En Madrid. En Berlín. Gente que corre vestidos de etiqueta. Gente que come en la calle. Que come mientras corre porque no le da tiempo a llegar. A dónde, me pregunto, pero ellos siguen corriendo y yo sigo escribiendo. Solo tengo que llegar. Yo también tengo que llegar, pienso, porque quien sabe si se me acabará el aire o si se escapará mi tren. No paro ni un segundo. No puedo.

La ciudad corre, corre. Corre como si esto no fuera una carrera de fondo. Corremos todos. Tú. Yo. Pero no nos juntamos. Menos mal. No tendriamos tiempo de parar aunque nos encontráramos. Mejor así. Somos gestos borrosos que nos atraviesan en la bici mientras bajamos la cuesta de Espíritu Santo. La de Warschauer str. Cierro los ojos. ¿He llegado?

Ni yo lo sé. Pero estoy cansada y me desplomo.
Tanta prisa y ahora qué. Ahora nada.
Miro los lirios. Las manchas de la pared.
Me aburro.

lunes, 25 de octubre de 2010

Bendición



En Berlín hoy hace sol. Es increíble lo maravillosa que se vuelve esta ciudad cuando es bendecida por el astro rey. Uno se quedaría aquí para siempre. Cogería la bicicleta durante horas y pasearía por los parques de esta ciudad ociosa, observando a los berlineses sonreírle al frío.

También el sábado hizo sol. Me desperté temprano amenazada por la tos, encendí el ordenador, terminé un cuento. Luego me marché al norte. Bajamos unas escaleras, nos metimos en un búnker. Hablaron de la guerra. Fría como aquellos pasillos, absurda como la idea de sobrevivir a un holocausto nuclear. Cuando salimos ha pasado la hora de la comida, pero tenemos hambre. Volvemos al barrio y buscamos un lugar donde tomar una sopa. Es un asiático y la comida está picante. Comemos tranquilos y a deshoras. Con la felicidad de saber que no hay obligación alguna. Que es aboslutamente sábado y que no hay nada mejor que darse al placer de la risa en esa ciudad con sol. También a deshoras dormimos una siesta y me despierto perdida, con el cuerpo lento y el rejoj veloz. Me pinto el ojo.

Luego nos vamos a una fiesta. Alguien me cuenta que estrenará una obra de teatro en Münster. De qué va, pregunto y bebo mi cerveza como si besara una boca. Después ya no recuerdo el argumento, pero bailamos en un bar lleno de gente. Se nos hace tarde y el teléfono suena pronto. Es domingo y llueve. Me meto en la ducha y el cansancio se me escapa por el desagüe. Quiero salir a disfrutar el domingo aunque el tiempo no acompañe. Desayunamos leyendo el periódico y observando desde la cristalera de la cafetería como el viento arma un revuelo de hojas amarillas en la Oranien. Caminamos, vemos una peli, alguien nos trae un pastel. Está delicioso.

Más tarde voy al encuentro. Pedaleo sin gafas y la ciudad se vuelve borrosa. Me encojo de frío. Paseamos por las calles oscuras y buscamos donde cenar. Voy donde antes era siempre y me pido un ayram. El plato es demasiado grande y como siempre dejo el halloumi, pero no está Fran para comerse el resto. Entro al baño y recuerdo que fue allí donde leí el cartel que me llevó hasta Frauke. La vida se construye a base de casualidades, dice Celia y tiene razón.

Me meto en la cama agotada. Siento mi cuerpo frágil y una sensación dulce y suave.
Como el fin de semana. Como la felicidad.

martes, 19 de octubre de 2010

pasos de gigante



Llovía a mares y yo llevaba una maleta que pesaba 30 kilos. No sé cómo llegue hasta ahí, pero ahí estaba. Recogí mi llave y arrastré como pude aquel mamotreto hasta la residencia. Habitación 604a: sexto piso. Sin ascensor. Alguien me ayudó a subir la maleta y entonces comenzó todo. Luego pasaron muchas cosas y otras no llegaron a pasar nunca aunque deberían haberlo hecho.

Esta vez también llueve pero apenas llevo equipaje. La estación ha cambiado. Es nueva, está increíble. Yo la miró con asombro y cuando llegó al punto de encuentro no puedo parar de reir...¿pero has visto esto? Buscamos al Ampelman con paragüas y suspiramos aliviadas cuando lo vemos. Ahí sigue.

Paseamos de nuevo por aquellas calles y trato de encontrar la María que se perdió por ellas, la que acabó muerta de risa bajo la lluvia muchos amaneceres, la que esperó el tranvía mientras el frío helaba los coches, la que lloró en un cine cuando empezaba un verano, la que se tiñó el pelo de rojo y se compró un vestido. La que construyó una rutina y de paso a si misma. Pero no la encuentro o me he olvidado de ella, porque la ciudad no se me mete dentro, ni me encoge el corazón, ni me hace suspirar.

El calendario sí, y de repente los años son muchos y las cicatrices y las nostalgias se resienten del frío en esa ciudad del Este. Me pido una cerveza y otra y pienso en cuantas cervezas no bebí en aquel lugar. En eso he cambiado, le digo a Micol, ya bebo cerveza. Luego la lluvia ligera nos cala al volver al albergue. No tenemos a nadie en este lugar donde todos estuvimos de paso. Pero tenemos algunos repartidos por el mundo, atados a nuestro pasado y enganchados a nuestro presente a pesar de las ausencias.

Digo, no volveré más y lo pienso de verás. Luego rectifico y digo tal vez, un día, con los niños. Los niños. Qué niños. Rozamos la treintena y llegamos apenas pasados los veinte. Dimos pasos de gigante.

Hablamos, recordamos. Llamamos a nuestra puerta y dos estudiantes de apenas 20 años nos responden sorprendidas. Les contamos. Vivimos aquí y ellas nos invitan a cenar. Sé que lo piensan o si no lo pienso yo. Es su presente y para nosotras solo el pasado.

Pero no vale la pena mirar atrás. La ciudad está radiante.
Nosotras también.

lunes, 11 de octubre de 2010

Encuentros

Es curiosa la sensación de invierno en mis manos frías. Paseo por las calles empedradas con las manos metidas en los bolsillos, el gorro calado hasta los ojos y las solapas de mi abrigo levantadas. Llevo los labios pintados y al verme reflejada de perfil en la ventana de un edificio de la Weserstr. sé por qué siempre salgo con ellos así. Tienen el mismo efecto en mi que en otras ponerse una minifalda o calzar tacones altos. Pongo morritos porque vista así, con ese sombrero años veinte, los labios púrpura y mi abrigo entallado parezco más un personaje de película francesa que yo misma.

Camino pensando en los encuentros fortuitos, con la sensación de que mi decisión de deambular por una o por otra calle será vital para que ocurra. Debo haber elegido mal porque esta tarde no me crucé con ninguna cara conocida. Sería demasiado.

Ayer me lancé al sol del domingo y me fui a curiosear en el mercado de Boxhagener Platz. Buscaba un candelabro para poner las velas que enciendo cada vez que escribo pero encontré muchas más cosas. Un libro de Erich Kästner que leí entusiasmada en español hace un año y que compré en alemán por 2, 50. Un montón de muebles con tufo moderno y super setentero que me hicieron tener ganas de una casa aquí, de amueblarla con toda esa basura comunista. Unos guantes de boxeo (otra vez, los mercadillos están llenos de boxeadores fracasados) y un par de máquinas de escribir que miré con la devoción que heredé de un amor malogrado. Luego le encontré a él.

Justo cuando cambié de opinión y de dirección. Decisión acertada porque ahí estaba él, como si no hubieran pasado los años. Con los mismos ojos profundos y melancólicos, el mismo acento dulzón del río de la plata. Me contó que acababa de llegar después de ir, después de volver, despues de volver a ir y volver a volver. Nos pusimos al día sentados sobre el césped de Boxi y prometimos tomarnos una cerveza con calma alguna tarde de este otoño berlinés. Me escapé con la bicicleta y sobrevolé el puente de Oberbaumbrücke. Cerré los ojos temeraria de mí en la bajada para sentir el viento en la cara y llegué a casa pensando que hay casi tanto de mi en esta ciudad como lo que hay de ella en mi.

Y fue una sensación bonita.

viernes, 8 de octubre de 2010

Sapos con corona



Me he pasado la vida besando a sapos con corona.

Prometían ser príncipes.
Pero solo eran sapos.

Así que ahora...
Se buscan príncipes que quieran ser sapos.


¿tendré más suerte?

lunes, 4 de octubre de 2010

el agujero


Al otro lado de la ventana los árboles amarillean, la arena del parque, fría como la de la playa a primera hora, espera las manos calientes de los niños al salir de la escuela. Alguien pasea un perro, brilla el sol. A este lado una página en blanco, unos tacones que me hacen sentir insegura, un revoltijo en el estómago y ninguna gana de llorar. Estoy perdiendo las buenas costumbres.

En medio del parque veo un agujero. Si me asomo corro el riesgo de caerme pero si no lo hago me quedaré con las ganas de saber. Y quiero saberlo. Pero el miedo me paraliza, los tacones, el revoltijo. Olvidé pintarme los labios. Así que salgo corriendo en otra dirección.

Y llego al río. Me desvanezco en lo alto del puente mientras abajo los barcos sin turistas contaminan las aguas del Spree. Deberían prohibirlos, le digo al aire y el aire no me contesta y se convierte en viento y todas las hojas amarillas de este otoño incipiente me revolotean. Tiro los tacones al río. Quien los quiere. Yo no. Me hacen sentir frágil, insegura, pequeña. Me dan vértigo.

Vuelvo a casa. El agujero sigue intacto en medio del parque. Lo veo desde el otro lado de mi ventana donde la página en blanco sigue arañándome las palabras.

Prometo asomarme la próxima vez.
Lo prometo.

viernes, 24 de septiembre de 2010

viento en la cara

He recorrido media ciudad subida a una bici. Tan rápida que al parar todo el calor se me ha salido fuera y los rizos se me han retorcido en la frente y gotas de sudor se han dedicado a recorrer mi espalda, mi escote borroso, mi cara desencajada. Luego al volver, el viento en la cara ha convertido el calor en frío, la decepción en energía y pedaleando he mirado al cielo. Anochecía y sobre las nubes rosas la torre de la televisión gris me saludaba con su antena blanquiroja, tan esbelta y delicada como siempre.

Y de repente, así tan fácil, me he dado cuenta de que estaba aquí.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

El regalo de Frauke

Como si hubiera sido mi cumpleaños, ayer me regalaron dos cosas. El cuaderno de notas (de viaje) sobre el que escribo esto (y que guardaba una carta de amor y morriña que no encontré hasta hoy) y una pequeña maleta de cartón con animales. Yo creo que es una fiambrera para meter el bocata del recreo, pero Frauke dice que no, que es un maletín donde guardar ideas para hacer mi estancia en Berlín lo más productiva y creativa posible. Frauke cree en mi mucho más que yo misma. Confía en que haga lo que he venido a hacer y mucho más.

En Berlín hace hoy un sol espléndido, un calor suave, una brisa ligera. He salido con la bici buscando el parque y lo he encontrado mucho más verde de lo que lo recordaba. Hay cosas que han cambiado: si Fran siguiera viviendo en el mismo edificio (en la misma ciudad) habría tenido que contratar Internet porque han cerrado el bar de modernos al que le robábamos la conexión. Su edificio, además, es ahora blanco, Las bicicletas siguen amarradas al mismo palo, y no sé que hacer con ellas. Si dejarlas ahí, como un monumento a ese tiempo que compartimos en la ciudad del muro, o romper las cadenas y llevarlas al desgüace. Todo está lleno de graffitis. Eso no ha cambiado, pero intuyo que mi mirada sí. Berlín es feo, pero está tan lleno de vida a una hora cualquiera de un día cualquiera que me pregunto hasta cuando durará esta vida bohemia. Esta ciudad al sol. 

El regalo de Frauke está todavía vacío pero pronto se llenará. Berlín es una musa coqueta y seductora que intuyes más que conoces. Por un momento pienso en que cojones hago aqui, sola, pero enseguida ocurre algo: una bici con cesta que pasa a mi lado, una pareja rubia que arrastra un carrito con un niño rubio dentro, una guardería que abre sus puertas, el viento haciendo sonar con fuerza una sinfonía de árboles, y entonces todo tiene sentido. Hay un motivo. Una maleta verde con jirafas, monos, leones y cebras a la espera de ideas, de experiencias, de palabras. 

Muchas palabras y una ciudad.

Suficiente

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Enumeración (posesiones II)



Tengo un llavero sin llaves, expectante, guardando una casa sin cara y sin dirección. Un futuro incierto, una ciudad bella, el recuerdo del roce ardiente del asfalto de Gran Vía en mis dedos una noche en blanco. Tengo el murmullo de mi calle, los geranios secos, el desagüe de mi ducha atascado, la estantería sin libros, maletas por doquier. Tengo el regusto de la soja y el wasabi y una amiga con planes y un contrato indefinido. Tengo el mareo del vino blanco, los rizos deshechos, una invitación de boda sobre la cama.

Tengo un sueño neoyorquino vestido de colores, una hermana pequeña en guerra consigo misma y una hermana mayor en paz con el mundo. Tengo la lágrima fácil y el cuerpo cansado. Tengo una lista de personas a añorar cuando me vaya, una lista de abrazos en los que perderme cuando vuelva y otra lista de asuntos pendientes que trato de tachar cuanto antes.

Tengo un buen presentimiento, una noche de bicentenario, una bicicleta amarrada frente a una casa muy lejos de aquí, dos pares de gafas y dos ojos miopes, las uñas recién cortadas. Tengo un dolor de cabeza permanente y una inquietud y una esperanza y un poquito de miedo.

Tengo una ciudad que me espera y otra que me esperará seguro.
Tengo un plan y un billete de avión.

Lo tengo todo.


jueves, 9 de septiembre de 2010

Hacer un crucigrama


El chico espera en el sofá y mientras hace un crucigrama. Sabe que vendrás, que llegarás tarde pero no importará porque te sentarás a su lado en el sofá y susurrarás a los peatones en cien idiomas y les dirás eso de nuestras telas son las mejores. No me extraña, mira que alfombras, mira que calidad. Regateando puedes conseguirlo por poco. Pero eso no lo dirás, claro.

El chico espera en el sofá y hace mientras un crucigrama. Al otro lado del cristal invisible que suponen las cuatro patas de ese sofá desde el que gobierna la calle, el chico piensa en la 2 vertical, en el significado de la definición, en si estará incorrecta la 6 horizontal porque así no tiene ningún sentido. Esperará, hasta que llegues, esperará siempre. Para eso está cómodo, viendo pasar la gente y la ciudad, las historias, los turistas con la cámara de fotos en el pecho. El futuro que también pasa, sentado en ese sofá.

No resuelve el crucigrama y tú no llegas. Tal vez te perdiste. Tal vez decidiste no volver. Tal vez eres ese 2 vertical que no coincide con nada. Tal vez él sea el 6 horizontal. Incorrecto. Totalmente confundido. No llegas y aparta de su lado el periódico.

¿Acaso te perdiste en ese laberinto de letras?

miércoles, 1 de septiembre de 2010

incomprensible

Somos hijos de mil batallas, herederos de una historia construida a base de conquistas, de victorias, de imperios, de reinos, de colonias, de pueblos que se levantaron en armas, heroicamente, luchando cuerpo a cuerpo para defender su patria, su familia, su vida o algo tan burdo y tan variable como las propias creencias. Somos hijos de los galones que prendían a sus chaquetas los generales mientras empuñaban armas cada vez más sofisticadas, cada vez más perfectas, incluso bellas, como si la belleza también se burlara de nosotros habitando en las cosas más terribles. Somos hijos de las mujeres violadas, de los hombres masacrados, de la ciudades devastadas, de la mirada indiferente de aquellos a que miraron a otro lado. Somos retoños nacidos del odio, de la unión entre pueblos que posibilitó el propio odio, de la desunión que causó después. Somos hijos del odio y solo a veces fruto del amor. Somos herederos de una cultura violenta, de una vida construida a partir de la muerte. Somos hijos de la guerra.

Y sin embargo no sabemos nada de ella. Sabemos fechas, sabemos cifras, sabemos nombres. Pero poco más. No tenemos ni idea de quién, de por qué llega, de por qué toca, de para qué sirve. No podemos entenderla. Es incomprensible. Pero existe, como la nada después del universo, como los agujeros negros. Por mucho que seamos incapaces de comprenderlos, de visualizarlos, de imaginarlos. Existe. Es real. La guerra de la que somos hijos. Aunque por muchas vueltas que le demos, por muchos agujeros de metralla oradando las paredes de cemento de las ciudades viejas, por muchas tumbas limpias y brillantes, por muchos reporteros que se hayan jugado el tipo, por mucho que creamos entenderlo, no podemos.

Es incomprensible...

viernes, 13 de agosto de 2010

Imagina

Imagina que tienes 17 años y es verano aunque hace frío por la noche y los dedos de los pies que asoman por tus sandalias con tacón te quedan helados a pesar de las hormonas y el maquillaje y los rizos perfectos y la nariz grande y adolescente.

Imagina que suena una canción que luego te hará llorar al rememorar el instante preciso, las luces que van y vienen en una discoteca de tercera, la copa sobre la mano, alguien que te sugiere algo que no recordarás pero que en el momento te hará reir.

Imagina que no tienes voz de tanto hablar por las noches con desconocidos que se hacen amigos para desaparecer en unas horas, justo cuando recuperes la voz y la conciencia y el calendario.

Imagina que no amanece nunca y que alguien te coge la mano y miras las estrellas mientras piensas que ese es el momento exacto en el que tu vida empieza y que no hay nada más bello que estar ahí, creyendo que eso es el amor y a lo mejor lo es.

Imagina una despedida que parece un drama, un verano que se acaba, una era amarilla y seca como el sol, la meseta y los ancestros y un amigo que comienza a contar los días que aún faltan para la próxima vez y esa última cena.

Imagina una fiesta, un abrazo, una conversación cómplice, una tragedia, una comedia. Imagina un lugar donde nunca pasa el tiempo aunque es el reloj que marca los años. Imagina no envejecer en un lugar lleno de viejos a los que le ronda la muerte. Imagina un sueño adolescente, una dulzaína, unos brazos ateos y descreídos levantados ante un santo de madera. Imagina un lugar lleno de primeras veces, de nostalgia y futuro.

Imagínalo. ¿Lo tienes? Eso es Macotera.

viernes, 6 de agosto de 2010

árboles

Un árbol se marchita durante el fuego cruzado y su tronco rasgado y muerto ya no importa a nadie aunque se luche por ello. No es el árbol, es la tierra sobre la que están asentadas sus raíces la que provoca el estruendo de las bombas. Si fuera por sus ramas fuertes, por su sonrisa verde, por su tronco arrugado, por el dulce rumor de sus hojas. Si lucháramos por eso quizá no todo estaría perdido.

Un árbol en una frontera imprecisa provoca una guerra y un corazón se encoge al otro lado de la montaña. Esperas que llegue el viernes y el muecín llame a los fieles desde el alminar y a la ciudad omeya se la trague el polvo amarillo de una carretera y otro sello en el pasaporte y el cambio de moneda y ella que espera en esa ciudad desvencijada. Pero la guerra no entra en tus planes y por eso da miedo.

Bajo las ramas de un árbol de una ciudad cualquiera nos comemos a besos. Su sombra nos salva de esta ciudad-desierto, ciudad-infierno, ciudad-acero, ciudad-tanques y playa gris. Sus hojas susurran palabras de amor que te repito al oido mientras te hago cosquillas en los pies y prometo ser siempre tu guerrero. No luchamos en balde.

Planta un árbol con sus manos pequeñas y rechonchas. Es el día del árbol y en el colegio nos llevan hasta lo alto del monte que un día fue fortaleza árabe. Hubo siete torres y siete puertas y las siete saltaron por los aires, me cuenta y vuelve orgullosa a casa y promete al árbol, que ya tiene nombre, que volverá a verle. Pero no lo hace.

Me compro una goma y un sacapuntas. Lápiz no, porque tengo muchos en casa. Pero ninguno tiene punta todavía. Cojo el manuscrito y leo. Se me escapan las comas, me aturullan las tildes y las palabras, amigas-enemigas, no me suenan bien. Un castaño centenario me cuenta sus historias y yo me siento ligada a la corteza rugosa de su realidad inventada. Me encabrito con el mundo y me sosiego con su calma. Miro por la ventana y no hay árboles en la calle, ni oxígeno, ni verde.

Necesito una tregua.

sábado, 31 de julio de 2010

Crecer (Con un año de adelanto y una semana de retraso)


Hay muchas maneras de crecer. En años, en centímetros, en sabiduría.

Gema nunca creció mucho en centímetros. Eso a pesar de la leche que le obligaron a beber toda la vida. Aunque nunca le importó demasiado: jugó al baloncesto, se hizo tupes impensables que aumentaban su estatura, y entre calcio y endocrinos su cuerpecillo de bailarina superó el metro sesenta.

En años crecemos todos inevitablemente. Pero algunos lo aprovechan mejor que otros. Gema me salvó cien veces sobre una balsa de madera en un río imaginario lleno de cocodrilos. Ellos mordían mi pierna y cuando estaba a punto de ser devorada, Gema tiraba de mi y me curaba las heridas. Luego, como si no hubiera pasado nada nos ibamos a ver la tele. Fuimos cajeras mientras sacábamos los platos del lavavajillas, gimnastas artísticas al son del Amor brujo, diseñadoras de moda, presentadoras de televisión emulando a Julia Otero, canguros sumergidos en el río del Soto, asesinas y detectives y otras cien profesiones más.

En sabiduría siempre estuvo por delante. Pero es que es la hermana mayor, y eso viene de fábrica. Por cierto que les diré que ella es rubia y yo morena, ella tiene el pelo liso y yo rizado, ella es de ciencias y yo de letras, pero compartimos escote escurridizo, piernas bonitas y la capacidad de hablar durante horas. Y aunque nos hemos hecho parecidas con el tiempo, yo sigo envidiando su energía, su alegría y el optimismo que no se le agota nunca.

Hace una semana fue su cumpleaños. Celebramos que hace tiempo que dejó de crecer en centímetros, que en años poco importa porque está estupenda y que en sabiduría ha crecido más que nunca. Que ha muerto y ha resucitado.
Y todo con un año de adelanto del propio cristo.

Pero qué quieren, ella siempre fue por delante del resto...

jueves, 22 de julio de 2010

Confesiones de una asesina sonámbula

Me he despertado en mitad de la noche asustada ante la frialdad de la muerte. En mi sueño escondía un cadáver casual bajo mi cama y lloraba arrepentida. Mi padre me abrazaba e intentaba tranquilizarme pero yo sabía que no había nada que hacer. Había acabado con todas las expectativas. Las mías, las de ellos.

He abierto los ojos para escapar de la pesadilla y solo he encontrado miedo. No lo he hecho, ¿verdad? No lo he hecho y nadie ha contestado en la habitación vacía. Tras la duda ha llegado el sueño y el despertador y el trabajo y la vuelta a casa en un tren de cercanías.

A casa y bajo la cama un cadáver.
Pero ya no es de noche y nada me da miedo.

lunes, 19 de julio de 2010

Madrid desierto

La ciudad se va quedando vacía y hace calor. Sin embargo mis geranios secos han vuelto a dar flores. La casa es un caos y mi cuerpo aún se resiente de tanta risa y tanta cerveza. Mi cama sin hacer es un revoltijo de almohadas. Se me quedó un beso en la mejilla colgando, una despedida rápida, casi en sueños, y un avión, que es el principio y el final de todas las aventuras.

La ciudad es un desierto y el cemento se me cuela por el canalillo y me hace sudar. El metro es un paraíso de aire acondicionado y guiris de piel rosada que buscan despistados las siguiente parada. Me siento la única habitante de esta tierra sin tierra, de este fantasma de hormigón que nos atemoriza por las noches y nos condena al insomnio.

Madrid es un desierto y olvidé todas las promesas. Quisiera dejarte en la estacada esta vez. Escapar en un coche rojo con los cristales bajados y mi pelo enredado. Atrás el desierto y el cristal, Gallardón y sus reformas sin árboles. Atrás los besos sin huellas de esta ciudad que hierve como una olla a presión. Atrás los principios que no conocen finales. Las seis letras de tu nombre.

Pero el futuro aún queda lejos.



miércoles, 7 de julio de 2010

Venecia y el diablo

Antes eran los condenados a muerte los que suspiraban en aquel puente ante la última visión de aquella Venecia decadente. Ahora, si lo que dicen los periódicos es de verdad y es para siempre, serán los turistas y los amantes los que suspiren al pasar frente a este monumento empapelado en capitalismo.


Pero no es nuevo. El alma de Venecia fue vendida al diablo hace ya mucho tiempo, convertida en un parque temático del romanticismo y la decrepitud.


Los turistas captaban Venecia con la cámara y se olvidaban de bebérsela con los ojos y con el corazón, de esconderse por callecitas vacías, de pasar del Gran Canal y buscar los locales cochambrosos alejados del gentío. Pero aún podía ver quien sabía mirar, aún podía encontrar aquel que buscaba. Aún no estaba todo perdido.


Tal vez no vuelva nunca a Venecia. La dejaré estática y envuelta en niebla en mi memoria. Con todo lo malo de aquella semana santa que la recorrimos con la torpeza del turista que solo mira el plano, con todo lo bueno de aquel diciembre con nieve, con el sudor del verano y el vino blanco despertando nuestras ganas, con la lluvia de noviembre y la amenaza de una despedida. Con el rumor de la gente y el silencio de sus callejones y su forma de pez que quiere escurrirse y huir.


Escapar.

No ya de la decadencia, eso quedó atrás.

De la desolación.

Del futuro.

martes, 8 de junio de 2010

La isla (cicatrices)


Recorrimos la isla en un coche alquilado en la frontera. Tú te acurrucabas en el asiento de copiloto y le dabas más volumen a un viejo disco de los Rolling. Me gustaba tenerte ahí cerca, recorriendo aquellas carreteras vacías, observando los campos desiertos, contando asombrada cada casa que descubríamos al borde del camino, gritando cada vez que se asomaba el mar. Llegábamos a una punta y nos bajábamos del coche. El viento te despeinaba y tú ponías cara de niña pequeña pillada en falta. Nos besábamos. En aquella esquina del mundo donde sólo chirríaban con desidia las gaviotas.

Por la noche buscábamos una cabaña donde descansar del frío y hacíamos el amor con ansia. Pero lo mejor, casi siempre, venía después. Tu cabeza buscaba el hueco de mi pecho en el que encajarse y comenzabas a hablar. Dibujábamos con palabras nuestros anhelos, todos los miedos, todas las risas. Los planes. Aún creíamos en el futuro y no acumulábamos heridas de guerra, ni cicatrices de antiguas batallas. Quizá por eso no nos avergonzaba desnudarnos así, con los dedos entrelazados y la piel sudada en noches sin dormir.

Más tarde nos entró el pudor, las primeras heridas y llegaron otras islas, otros viajes en coche de alquiler, mujeres de risa nerviosa que se acurrucaban en el asiento de copiloto, hacer el amor con ansia, con desesperación, con tristeza.

Luego, tras el placer desbocado, los silencios.
Yo acariciaba mis cicatrices con los ojos ciegos en la oscuridad absoluta hasta quedarme dormido junto a otro cuerpo herido.

Soñaba entonces con la isla. Contigo. Desnuda y confiada.
Cuando aún creías en el futuro.

jueves, 3 de junio de 2010

el altillo del armario

He guardado la ropa de invierno en el altillo del armario. Se ha quedado lleno de lana y rayas, de rojos y bufandas, de sombreros de fieltro. Mi piel de este enero nevado amontonada en el altillo. A la espera de otra estación.

Sueño invierno en mi casa iglú y redescubro un verano que olvidé con el frío. Se me escurre el escote por los vestidos de gasa y observo mi piel blanquecina. Volvemos al mismo punto sin ser los mismos, a las sandalias que me destrozan los pies que nacieron para andar desnudos, a los collares con los que crucé un océano, al Madrid deshabitado.

Todo está en orden. Camisetas, vestidos, blusas y faldas. Arriba en el altillo el futuro y también el pasado. Lo que fuimos, lo que viene. La ropa es lo que somos cuando el resto nos mira y no ve nada. La risa, la despedida, la tarde aquella en que decidi quererte, el día gris en que quise olvidar.

Se nos ha colado el verano, sin darnos cuenta. Tanto lo deseábamos.
Cierro la puerta del altillo y otro invierno más.
Y ya han pasado tantos...

sábado, 29 de mayo de 2010

Suerte

Adrián tiene las manitas arrugadas y las uñas perfectas y largas. Duerme y nosotras lo miramos embelesadas. Somos cinco mujeres sin idea de casi nada, que le miramos con ternura, miedo y sorpresa. Qué tendrá dentro, nos preguntamos mientras el pequeño Adrián agita las manos en pleno sueño, como asustado ante una pesadilla que le lleva de vuelta al útero oscuro y cálido donde surgió la vida.

Luego alborotamos, hacemos planes, sonreímos a la cámara que dispara automáticamente apoyada en la repisa. Mira a esas cuatro mujeres, le murmuro suavemente a su minúscula oreja. ¿No son perfectas?

Él vuelve a agitar espasmódicamente sus manos, abre los ojos, me mira sin ver, vuelve al sueño.
Hemos tenido suerte, Adrián.
Mucha suerte.


miércoles, 19 de mayo de 2010

Tengo tantas ganas de escribir...
las flores en mi balcón
la primavera que me eriza la piel
los adolescentes que se besan en los parque
esa sensación de que todo está bien, por fin,
la gente que me falta
la que me araña
la sombra de septiembre.

tengo tantas ganas de escribir...
...y tan poco tiempo.

domingo, 9 de mayo de 2010

Seguro



Ana me preguntó una vez sorprendida si no era feliz. Para ella la vida era algo mucho más sencillo, más real y más palpable que mis devaneos adolescentes. Pero no había un abismo entre nosotras, solo una mirada distinta que nos acercaba y nos completaba.

Ana me preguntó un día si no era feliz, incapaz en su corazón grande de entender la infelicidad de las personas cercanas. Ese día, sin que ninguna lo supiéramos, firmamos un contrato de amistad eterna. Tenía razón, lo teníamos todo, aunque con eso no bastara.

Pero la vida da vueltas. La vida es perra a pesar de las cosas maravillosas, de las risas y los viajes, de las cadenas interminables de e-mails, de las canciones desafinadas y los conciertos, de las confesiones y los anhelos, de los proyectos y los sueños. La vida ladrona y compleja.

A Ana hoy le falta algo. (Le falta alguien)
Pero aunque ya no lo tengamos todo, seguro que basta.
Pasará. Volverá.
La felicidad.

Seguro.

domingo, 2 de mayo de 2010

Papá



Papá siempre hablaba de Tánger. Podía tirarse horas recordando su zoco, la plaza, los olores intensos que impregnaban todo y el cuscús con carne que hacía cada domingo la señá Mari en el hostal donde malvivió los primeros años. Fue tan feliz allí que se habría quedado en Tánger si el abuelo no le hubiera amenazado con dejarle fuera de la herencia si no volvía. Se habría quedado sin duda, y entonces su historia habría sido otra y la mía, la mía simplemente no habría sido.

Papá decía que nunca fue más feliz en su vida que allí, yendo y viniendo con el taxi mugriento que compartía con Hassan, pero yo sé, aunque nunca quise indagar en ello, que era por una mujer de ojos oscuros por la que papá no habría vuelto. Una mujer, ¿no es ese acaso siempre el motivo?

Al final mi abuelo se puso pesado y papá se fue de Tánger. Nunca volvió a pisar esta tierra y eso que el destino le puso el regreso en bandeja cuando me casé con María, que ya era casualidad que María fuera precisamente de Algeciras. Al viejo siempre le gustó venir a visitarnos, sobre todo cuando murió mamá. Pasaba mucho tiempo con nosotros, aunque no molestaba: la casa era grande y papá tan independiente y discreto como lo había sido toda su vida. A papá le gustaba bajar al puerto y mirar el mar. Al fondo, a apenas 14 kilómetros, estaba África, estaba Tánger y todos los recuerdos guardados de papá.

Una vez le dimos una sorpresa y compramos los billetes para cruzar en ferry. Pensamos que le haría ilusión volver, contarnos, in situ, todas sus batallitas. pero el viejo se negó rotundamente y hasta se enfadó cuando le insistimos. Venga Papá, déjate de tonterías, que ya tenemos los pasajes. No hubo nada que hacer. Papá no vino aunque nosotros sí. Él se quedó en el puerto despidiéndonos con la mano, contemplando a lo lejos esos 14 kilómetros de mar que volvían Tánger un lugar exótico y lejano, perdido en su mente, anclado en un tiempo en blanco y negro, cuando las arrugas no surcaban su cara, ni la nostalgia teñía sus recuerdos. Tampoco quiso ver fotos, mís fotos son mías y están aqui, decía señalando su cabeza. No necesito más.

Papá murió mirando el mar una tarde de agosto y yo le hice una promesa.
Que volvería.


Y es por eso que estoy en este barco.
¿cuáles son tus razones?

Foto de David Ruiz.
Taller Bremen 21/04/2010

jueves, 29 de abril de 2010

No sé nada


Ya lo sé. Que nunca escribo nada. Podría ponerte excusas: un ordenador roto, una convocatoria pegada en la pared, un balcón al que le empiezan a salir geranios. Este calor estúpido de verano en abril. No quiero reconocer que dejé de tener amantes fuera de estas fronteras. Que ahora mi amante es esta ciudad y que no hay nada más perfecto que la imperfecta Madrid.

Ya lo sé. Es demasiado tarde para muchas cosas y ni siquiera tengo derecho a quejarme. No soy como esas, soy esa. La chica joven que no puede levantarse de la colchoneta a la hora de hacer abdominales. Rodeada de mujeres de mediana edad.

Ya lo sé. He olvidado tu cara. Me ocurrió ayer. De repente me asaltó clara y concisa. Un gesto tuyo, una mueca que ya no recordaba. Apareció ante mi tan precisa y real que me encogió por dentro. Pero desapareció y ahora ya no puedo por más que lo intente. Ha dejado de ser. Te haces transparente.

Ya lo sé. No hay respuestas para nuestras preguntas. No somos más que sombras. Perfiles en un desierto sin caminos de regreso. Un desierto que devora nuestras huellas. De qué vale preguntarse si estuvo bien.

Ya lo sé.
Que no sé nada.
Ya.

jueves, 15 de abril de 2010

posesiones

Tengo una mesa llena de libros de cuentos, un par de cuadros apoyados contra la pared, una bicicleta rota y un móvil que no suena. Tengo un antiguo novio con una promesa incumplida y un desconocido que jamás llegó a gustarme pero que tampoco cumplió.

Tengo la habitación por fin limpia y una puerta bajo mi cama y una ventana desde la que no se ve el sol. Tengo frío y la cama sin hacer y un ordenador que apenas funciona y una radio que solo pone canciones de amor. Tengo una tele que nos trae Venecia y pienso que nunca subí a una góndola, ni visité el Museo de la Academia, ni hice todas esas cosas que suelen hacer los turistas. O las parejas.

Tengo un decálogo en el frigorífico con solo ocho puntos y una lista de tareas sin tachar. Tengo una agenda apretada y un montón de recuerdos bonitos. Tengo un sueño que nunca confieso y miles de libretas empezadas que no creo que termine. Escribo tan poco a mano.

Tengo una nostalgia añeja, una felicidad inquieta, una suavidad fiera. Tengo un Madrid lluvioso, un Berlín difuminado y una casa con balcón.

Tengo una sonrisa roja, unos rizos locos y unas alitas en la espalda que no sirven para volar (todavía).

También tengo ganas.
Todas.

viernes, 9 de abril de 2010

Virginia, la Loca



Virginia, la Loca, nos ha mandado un mail con una foto. Tiene una barriga enorme y redonda, los rizos alborotados de siempre, la sonrisa soñadora, los ojos cerrados. La última vez que la vi, ni recuerdo hace cuántos veranos, acababa de conocer a un chico guapo, de mirada tímida, que apenas hablaba. Vivía en una casa en el campo, muy cerca de Florencia y tenía un huerto y una furgoneta. Virginia aún vivía en Fiesole, estaba enredada en algun proyecto social con sus amigas de siempre. Nos llevó, ella y su novio guapo, a ver a un grupo circense alemán que hacía un espectáculo callejero en plena Toscana, en un pueblo del que sólo recuerdo los malabares y los niños haciendo volteretas. Cenamos con aquel grupo de titireteros, bebimos vino, hablamos de la globalización, de Berlusconi, del mundo y como siempre que estaba con Virginia, la Loca, quise reescribir mi historia, hacer algo que realmente mereciera la pena. Echar una mano.

Virginia, la Loca, chapurreaba español, me abrazaba siempre y reía fuerte. Tenía algo de triste a pesar de su alegría, algo de pesimismo a pesar de su energía por cambiar el mundo y una confianza ciega en mi.

Ahora tiene una barriga y un futuro que le crece dentro.
Y es maravilloso.

sábado, 3 de abril de 2010

gracias



Cuando estaba de Erasmus en Alemania hace al menos dos mil años, a una buena amiga le detectaron cáncer. Probablemente fueron los 9 meses más duros de su vida, pero salió adelante y nos enseñó una lección muy importante: que no hay que rendirse nunca.

Recuerdo que cuando leí el mensaje de que estaba curada, yo estaba en las taquillas de la biblioteca y tuve que encerrarme en uno de los baños a llorar a moco tendido de emoción. (Es verdad eso de que se puede llorar de alegría). El mensaje decía (más o menos) esto: Dicen que el que busca encuentra y que toda lucha tiene su recompensa. Estoy curada, no habría podido hacerlo sin vosotros. Gracias.

Con los años, dicen algunos que me conocen que me he vuelto una escéptica, que ya no creo eso de que siembra y recogerás, que he olvidado que toda lucha tiene su recompensa. Pero no es cierto. Soy una eterna soñadora disfrazada de gruñona pesimista. Pero sigo creyendo que los sueños a veces pueden cumplirse. Y sé, como mi amiga aquel año, que el que busca encuentra y que las cosas nunca pueden hacerse sola. (Mejor si son con a little help from my friends)


A veces se me olvida, pero yo lo sé.
Al final las cosas siempre salen bien.

jueves, 25 de marzo de 2010

habitar



Qué es viajar. Qué es tomar un avión aparte de contaminar el cielo. Qué es este buscarnos en el otro para reivindicar lo nuestro. Qué aparte de llenar conversaciones. Enlazamos una ciudad con otra, un país con otro, una anécdota con otra. De tanto repetirlo, de tanto hacerlo, perdió su sentido. Cogemos de nuevo la maleta, un billete, un pasaporte y volamos. Salimos, escapamos y perdemos el norte o vamos hacia él o hacia dónde. 

Y a nuestro regreso seguimos siendo extraños, ajenos a nosotros mismos, pero con otro lugar que tachar de la lista, otra anécdota que contar compartiendo una cerveza con un desconocido. Diremos yo estuve ahí y alguien nos mirará con envidia. O con indiferencia. No somos los lugares que visitamos por mucha moda low cost que haya. Como mucho, somos las ciudades que hicimos nuestras, las ciudades que nos vieron llorar, amar, soñar, gritar. Las que habitamos. 

Pero ¿cuánto tiempo hace falta para convertir lo ajeno en propio?

lunes, 22 de marzo de 2010

Muchos cuentos

Te contaré lo que ha pasado. De repente salió el sol y marcó el final de las nieves. La ciudad se llenó de mujeres con minifaldas y niños de ojos rojos estornudando a todas horas. Yo conté hasta diez y arranqué todas las hojas del calendario y me miré las manos gastadas y supe que había ocurrido una vez más. Que habías vuelto a escaparte sin decirme nada, que habías vuelto a dejarme todas las promesas y esa sensación de abandono. 

Es primavera y la sangre se altera y yo solo escucho risas al otro lado de la casa. En algún tren de cercanías alguien apretará la carpeta contra su pecho y una vez en su destino, cruzará un campo de lirios blancos otra vez. Como hace muchas primaveras. Yo mientras seguiré enumerando coincidencias. Visitaré otras camas. Me quedaré mirando unos ojos limpios que me observan mientras me acarician el pelo suavemente y pensaré que, como siempre, la felicidad debe ser otra cosa.

Pero te contaré lo que ha pasado. Hemos salido de esta guarida donde prometimos pasar el invierno y hay tantas cosas ahí afuera que se me agarra al estómago una sensación extraña. Es una emoción y una nostalgia, una inquietud y una alegría. Un presupuesto y un cuento. Muchos cuentos.

El futuro. 


lunes, 15 de marzo de 2010

los lunes al sol


Metidos en la rutina, en una oficina sin ventanas, o con ventanas que dan a un feo polígono industrial, en los pasillos de un hospital, en los platós de televisión, en los mercados internacionales o en los comercios locales, se nos escapa sin querer el pulso de los lugares que habitamos, la vida tal y como ocurre al otro lado del cristal. Por eso a veces, uno se pregunta que se esconde ahí fuera, cuál es el ritmo, cómo respira Madrid, sus tiendas, quién se oculta en los coches que, fuera de la hora punta, atascan la Gran Vía, a qué hora resucitarían nuestros cuerpos sin el silbido estridente del despertador. Cómo sería vivir un lunes al sol. 

El futuro es incierto pero no más de lo que lo era antes. 
Hay cosas que ya no me pregunto. Que ya sé.

Y no sólo los lunes son más bonitos.
Los domingos también.

viernes, 19 de febrero de 2010

los autores de papá



Leo en el periódico que el gobierno revisará la sentencia a muerte dictada contra el poeta Miguel Hernández y pienso en papá. Hay autores a los que uno le tiene cariño por las personas que le evocan. Mi padre, que el 31 de diciembre, valiente e idealista, se atreve a desafiar la piedra fría de Salamanca para acudir a un homenaje al Maestro Unamuno, es el mismo al que se le escapan versos de Machado cuando la nostalgia le inunda, o le da por evocar a Lorca las noches de luna llena. Puedo recitar a dúo la canción del pirata (pero yo la dejaré a medias y el la dirá de carrerilla), escucharle embelesada como una doña Inés cualquiera sus palabras de don Juan enamorado o verle copiar con su letra elegante citas cervantinas que encuentra colgadas de los muros de las ciudades viejas. No me sorprende, le he visto hacerlo siempre.

Aunque de nada sirvió repetirlo tanto.
Desperté de ser niño.
(Nunca despiertes)

martes, 9 de febrero de 2010

vacaciones

Quizá el viaje debió ser de otra forma. Durmiendo y no escuchando a los Beatles a cada rato, cada momento en que el teléfono tiembla. Sueño con otra tormenta de nieve, en otras coordenadas, en otro lugar. Sueño con una autopista hecha por unas manos conocidas que se perdieron en el tiempo y el desamor y no, no huele a galletas Aguilar de Campoo.

A mi llegada los huesos crujen como el suelo de esta residencia. Veo el mar desde mi ventana, y verde, y roca. El teléfono no para de sonar recordándome que no, que esto no son vacaciones, a pesar del mar, el verde y la roca. Miro el reloj constantemente y siempre acucia, que hago aquí si ya tengo que estar abajo y el mar tan cerca, tan calmo.

Pero no, no hay calma. Me reclaman.
Salgo corriendo.



sábado, 30 de enero de 2010

Gorda



Es verdad todo lo que cuentan. Que las embarazadas tienen un brillo especial, que están mucho más guapas. Es verdad que la barriga que les crece es preciosa y que uno no deja de admirarla con cierto reparo, como si fuera a caerse de un momento a otro, como alucinado de que algo tan simple como la vida pueda surgir de un cuerpecito esquelético y pequeño, de una cabeza llena de complicaciones. No deja de sorprenderme.

Es sábado y ayer bebí demasiada cerveza. Estoy en la cama pensando en niños ajenos, en bebés sin nombre y barrigas llenas de futuro. En las responsabilidades que llegan, en las patas de gallo de los ojos, en el amor que nace por un ser que no conoces pero es tuyo, tuyo y tuyo. Todo me parece extraño, ¿no pasa eso a veces? Nos extrañamos de lo cotidiano, de la vida de pronto, de las cosas que nos pasan sin darnos cuenta, sin saber por qué. Lo normal es extraordinario pero no lo vemos.

Pat está gorda, gorda, gorda. Y feliz.
Pero eso no me extraña para nada.

lunes, 25 de enero de 2010

cine americano versus cine europeo

No puedo remediarlo: siempre me enamoro en el transporte público. Es un chico de mirada oscura que lee una novela de Murakami. Sólo ha existido de Gran Vía a Núñez de Balboa. Pero su recuerdo ha inundado el vagón hasta Diego de León y luego ha hecho el transbordo conmigo, hasta aquí, hasta este asiento gastado de autobús interurbano desde el que escribo.

Si hubiésemos sido protagonistas de una serie americana él se habría bajado en la misma parada que yo, consciente de que no paré de mirarle durante todo el trayecto. Entonces, en las escaleras mecánicas habríamos coincidido y nos habríamos sonreído.

Hola, he notado que me mirabas.
Sí, quería saber que libro leías. ¿Te está gustando?
Sí, mucho. Si quieres te lo presto.
O vamos a tomar un café algún día.
Por ejemplo ahora.
Por ejemplo.

Y ya sabemos como habría acabado eso. Pero por desgracia, o por suerte, esto es la vida real. Aquí los chicos guapos de los que una se enamora en el metro siempre se bajan una parada antes. Todo queda en un juego furtivo de miradas en las que a menudo solo has participado tú. Y cuando te bajas del metro, haces el transbordo infernal de Diego de León mientras alguien toca Let it be al final del pasillo. Luego subes al autobús y a tu lado no se sienta ningún príncipe azul sino un hombre con gesto cansado que respira pesadamente y abre una cerveza mientras te mira descaradamente las piernas. Afuera llueve, el tráfico es lento, el tiempo rápido. Llegarás tarde, y agotada. Te meterás sola en una cama fría, en una casa fría y oscura.

De repente has dejado de ser el personaje cursi de una mala comedia americana, para convertirte en la heroína fracasada de una película europea.

lunes, 18 de enero de 2010

Yo, la más bella...

Nunca creí que acabaría así.
Yo, la más bella del lugar, coqueta, original, preciosa.
Imaginaba un futuro prometedor y era feliz mirando desafíante a todo aquel que se acercara a observarme con ojos de deseo. Yo, tan exclusiva, tan moderna, con ese punto pedante y a la vez gamberro.

Había acabado viviendo justo en el lugar que merecía, en la calle más in de la ciudad más cool. Me sentía segura de mi misma y esperaba, como todos esperamos, esa persona especial que me mirara con ojitos lujuriosos, que decidiera pegarme a su piel y decirme: eres perfecta, que con un simple movimiento de muñeca me hiciera suya.

Pero la llegada de ese alguien que cambiara mi destino, que me llevara a todas partes, presumiendo de mí ante todos, nunca ocurrió. Me quedé sin las mejores fiestas, sin las noches más largas, sin los amaneceres más intensos.
Yo, la más bella.

Ocurrió una noche sin frío. Juro que no los vi llegar: dos seres tenebrosos sin cabeza que se abalanzaron hacia el escaparate como animales hambrientos. No estamos de rebajas, pensé, qué hacen aquí. Luego los cristales rotos y el hambre de hilo, tela y cremalleras acabó con mi figura perfecta, con mi patrón sin errores, con las puntadas llenas de mimo.


Hecha un despojo me encontraron a la mañana siguiente. Alguien me salvó de la basura y en qué momento. Habría preferido morir en la hoguera que convertirme en lo que soy ahora: un vulgar trapo de limpiar. Desde entonces he visto cosas que nunca creeríais.
Yo, la más bella...

lunes, 11 de enero de 2010

historia de amor frío



Mira qué frío hace fuera. Los geranios del balcón tiritan ante la idea de otra noche de hielo y nieve mientras la ciudad se llena de un barro sucio que nos recuerda que no estamos en el paraíso, que esto no es una postal. Mira qué frío.

Y nos quedamos bajo un edredón, calientes. Duermes y yo te observo y tengo los pies helados y quiero tocarte los muslos con ellos, caminarte por tu espalda y sacarte del sueño caliente para que compartas conmigo este frío.

Pero no lo hago y me duermo yo también. Me dejo abrazar. Descanso ante la idea de que hay otra persona en la cama para quitarme la escarcha acumulada entre los dedos a lo largo de los años.

Luego viene el día, el sol, la ducha caliente, la ropa. Una capa, otra, otra más. Los complementos. La calle. Llevas tanta ropa que si volviera a verte desnuda es posible que no te reconociera.

Por eso dejo que te marches con el frío.

martes, 5 de enero de 2010

Madrid (o ese romance que no termina)

Lluvia
Me desperté esta mañana con
unas ganas tremendas de quedarme todo el día en la cama
leyendo. Luché contra ello durante un rato.

Me asomé entonces a la ventana y estaba lloviendo.
Y me rendí. Me dediqué por entero
al cuidado de esta mañana lluviosa.

¿Viviría mi vida otra vez?
¿Con los mismos errores imperdonables?
Sí, a la mínima posibilidad que tuviera. Sí

Raymond Carver



Madrid es un día de lluvia. Aún no llego y todo me lo pone difícil con tanto charco, tanto atasco.

Madrid es un mar de luces rojas que absorbe el autobús que me trae de vuelta a una casa sin salón, a una botella de vino blanco que compartimos en una celebración inventada. Tanto odio olvidado el que guarda esta ciudad, tanto odio que olvidamos, empeñados como estamos en querer querer.

La casa no huele a humo y Charo se sube por las paredes y afuera siguen los coches salpicando y el ir y venir de maletas. Yo deshago la mía, cuelgo los vestidos, las faldas, coloco las medias. Enciendo el ordenador y pienso en palabras y siento que todo se reduce a eso. Este 2010.

Afuera llueve o no. Poco importa.
Madrid es una noche de lluvia.
Purifica.

Cuento a la vista

Cuento a la vista
La parte niña del vestido a rayas