Cuando ella se marchó aquella mañana aciaga de principios de enero, él se quedó tumbado en su cama un día entero. No tuvo fuerzas para ir a trabajar, ni para inventar excusas. Permaneció acurrucado e inmóvil bajo el edredón de plumas, en aquella cama compartida, aquel barco sin rumbo que de repente era una balsa de náufragos a punto de encallar. Estuvo toda la mañana sintiendo su presencia, hablando con fantasmas, secándose las lágrimas con la manga de la chaqueta. Tratando de entender.
Al segundo día decidió poner en orden sus pensamientos, no pasar por alto los pequeños detalles, destruir para reconstruir a su manera y curarse así aquella herida abierta. Fue entonces cuando empezó a nacerle un rencor mezclado con melancolía: ella se había marchado sin cumplir ni una sola de todas sus promesas, se había marchado al fin.
Pero la conocía. Supo que volvería tarde o temprano y preparó la venganza.
Compró una caja de madera donde guardar los malos deseos, las posibles humillaciones, las ganas de matar. Y por fin, rebosante la caja, esperó.
Cuando llegó el momento cogió su caja de madera repleta de rencores y acudió al lugar indicado. Se sentó frente a ella en un café lleno de humo y cuando la tuvo ahí delante, dispuesta a encajar los golpes, se dio cuenta de que no podría hacerlo.
Porque sentado frente a ella en aquel café lleno de humo lo único en lo que podía pensar, era en rozar con sus dedos su barbilla puntiaguda, perderse en un beso.
Dejarse matar.