miércoles, 21 de septiembre de 2011

Berlín ida y vuelta




Me pillaron los 29. Como un crack. Como algo que se rompe y se rasga. Como una parada de metro que llega antes de tiempo y tienes que bajarte de corre prisa, a trompicones, repartiendo codazos y con el corazón desbocado.

Me pillaron los 29 y estuve una semana sin abrir la boca. Con los ojos expectantes, mirando al cielo por si caía un milagro y el tiempo se detenía. Por si no había embriones creciendo en úteros ajenos, desafiando al tiempo. Por si no había contratos de 40 horas, ni hipotecas a medio pagar, ni huelgas ni revoluciones. Miré al calendario por si acaso aún no hubieramos desembarcado en septiembre.

Pero ahí estaba. El mes maldito. Así que cojí mis 29 y mi DNI caducado y me marché a Berlín. En la ciudad olía a tierra mojada y estuvimos escuchando conciertos hasta tarde. Me embriagué de cervezas y de bicicletas y volví a disfrutar de los amaneceres, de los mercadillos de trastos inútiles, del tiempo sin prisas, del césped junto al canal, de los amigos que nunca vemos. Luego Signe vació su habitación. Me regaló un sombrero y con el billete a punto se marchó a cruzar el océano, a buscar un amor, una vida, un futuro. A desprenderse de lo que había sido hasta el momento.

En Schönefeld vimos cómo la engullía el control de policía, tan grande y tan pequeña. Con un ojo reía y con el otro lloraba. Yo volví a Schönefeld algunas horas después pero ya no había lágrimas. Los 29 me habían pillado inevitablemente y ya era hora de abrir la boca. En mi cabeza bullían las historias, los proyectos, los objetivos. Los 29.

Tantas cosas, que no he vuelto a dormir seguido desde entonces.

Cuento a la vista

Cuento a la vista
La parte niña del vestido a rayas