domingo, 19 de diciembre de 2010

La teoría de los calcetines



Rocío cree que siempre que alguien estrena algo hay que pedir un deseo. Que si lo pides mucho, acaba por cumplirse. Por eso, porque lo más barato son los calcetines, de vez en cuando se compra unos cuantos y así puede tocarlos, cerrar los ojos y desear algo con fuerza. Me lo cuenta mientras bebemos un pacharán en casa de Frauke. Afuera -11 grados, la nieve. Afuera la ciudad. Afuera nosotros, luego, en busca de un lugar donde perdernos. Tengo un plan, les cuento, y sonríen.

El domingo dura apenas una hora de sol. La que aprovecho para buscar un regalo. Para comprarme calcetines. Al estrenarlos, después, cierro los ojos y deseo con fuerza. 

Pero qué.
Si todo es perfecto.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Berlín reino encantado

Quizá más que nosotros mismos, Berlín tiene su fisonomía llena de cicatrices. Hay un arañazo de piedra que recorre sus calles, atraviesa ríos y edificios y marca con placas de acero la peor de las heridas de guerra. Yo me agacho y la acaricio con mis dedos helados y me pregunto si aún se resiente la herida. Nos bebemos una cerveza al sol, y pasa un verano y me crece el pelo y me corto el flequillo y me voy. Luego vuelvo. Me voy. Vuelvo. Me marcho otra vez. Como una herida que se resiente con el frío.

Pero ahora es invierno del año 8 de nuestra vida en común. La nieve de estos días cubre todas las cicatrices y al salir a la calle, de repente, esta ciudad está a salvo de todas las torturas. Ya no es Berlín, la que fue dos y ahora es una o muchas o quién sabe qué. Hoy es un reino encantado lleno de seres gélidos y fantásticos, redondos con zanahorias y bufandas. No hay coches, sino extrañas máquinas blancas aferradas a una acera que ya no distingue el carril bici, ni la carretera, ni nada. Las personas no tienen manos, ni boca, ni casi ojos. Son trozos de tela y pluma que se mueven torpes sobre el blanco. La mayoría viste de negro.

En este Berlín sin cicatrices caminamos bajo la nieve. Los copos son proyectiles de otra guerra que se nos cuelan en los ojos. Miramos al suelo. No vemos nada. No hay nada. Solo nieve. Busco tu mano pero es un trozo de lana la que aprieta con fuerza el trozo de lana que cubre mi mano. Vas tan abrigada que intuyo que bajo esa maraña de ropa debes estar tú. La de siempre. Luego llegamos a un museo lleno de agujeros irregulares y absurdos en la pared, como irregulares las guerras, como absurdas las muertes. Nos quitamos la ropa. Dejo de temblar al comprobar con alivio que no me equivoqué. Eras tú.

Caminamos entre salas que imagino llenas de escombros. Lo imagino o me lo cuentas tú y asiento con la cabeza. Luego atravesamos una sala y en silencio, entre tinieblas, nos la encontramos.
Dicen que es la más bella de todas las berlinesas. Y me lo creo.

Hay un aire decadente y sombrío en el museo. Sus suelos de azulejos, las pinturas descascarilladas, las columnas con capiteles. Una escalera. Leemos sobre exploradores de principios del siglo XX y casi puedo oler el desierto. Parece que estemos muy lejos de aquí. Pero desde la ventana vemos un rey subido a un caballo verde cubierto de blanco.

Es verdad.
Reino encantado.
Berlín

viernes, 3 de diciembre de 2010

frío


Corríamos y dejábamos que las suelas gastadas de nuestras botas resbalaran por la nieve convertida en hielo. Yo me reía como una niña y a ti se te escapaban las ganas. Corríamos para dejar atrás el frío y refugiarnos en el calor de un bar. ¿Una cerveza? Preferiría un glühwein, pero no había así que acabamos besando la cerveza primero, nuestras bocas después. ¿Nos vamos? Y una casa sin muebles nos esperaba a la vuelta de la esquina. Mis manos estaba frías y recorrían tu piel caliente y transparente. No había radiador suficiente para aquel invierno.

Quizá nos encontramos antes, me dijiste mientras situábamos las coordenadas en nuestra biografía. Quizá te desesperaste conmigo junto a la máquina de la cafetería de la facultad. Siempre tardaba siglos en encontrar las monedas. Quizá nos subimos al mismo ascensor. Tú te bajarías en la cuarta planta y yo iría a la última. Llegaría tarde. Seguro. Quizá te sentaste delante de mi en el salón de actos durante alguna proyección y me hiciste gruñir porque no me dejabas ver nada. Quizá viste mi cartel de intercambio pero no le hiciste caso, como si supieras que aquel no era el momento del encuento. 

Luego llegó el silencio y tu respiración. De repente no conseguía recordar los otros besos y acechada por el olvido me dio por perderme en la nostalgia. Y qué que nada fuera como antes. Tampoco yo lo era. Dormí soñando con nieve. Todo era blanco y había una carrera de trineos y tú no eras tú. Tenía que conseguir llegar pero no llegaba y cuando me desperté tu cuerpo pesaba cien kilos y yo no podía respirar. Me voy a casa, pensé, pero tú me acariciaste con ternura y me dejé perder.

Al día siguiente la ciudad relucía. El día no era gris sino plateado y el blanco hacía brillar tu pelo y la punta roja de mi nariz congelada. Yo suspiraba por lo que sabía que nunca sería, aunque me dolía más aquello que casi fue y que deseé de verdad. Tú, que nada podías saber de todo aquello, me diste un beso suave en la boca y te marchaste corriendo y me dejaste ahí con el café a punto de enfríarse y una maraña de recuerdos que nada tenían que ver contigo.

Otra vez las cicatrices mal cerradas.
O un corazón demasiado frío.

Cuento a la vista

Cuento a la vista
La parte niña del vestido a rayas