viernes, 29 de agosto de 2008

el silencio

Sentado junto a la ventana, vi pasar las vías tras de tí y con ello también el invierno y aquellos años ochenta, la libertad, todo lo que olía a nuevo. Hasta entonces yo había tratado de captar cada instante con mi vieja Leica, de congelar el momento, la juventud, todas nuestras ilusiones. Tú, mientras, te preocupabas de beberte las noches, de arañarle minutos a las madrugadas, de despilfarrar tu alma en camas ajenas y corazones solitarios. Y siempre, al día siguiente, compartíamos una litrona en un banco del parque que había junto a tu casa mientras intercambiábamos anécdotas y fracasos.

Queríamos llegar lejos y llegar pronto, pero todo lo que hacíamos era estirar nuestra juventud como si eso fuera suficiente para conseguirlo. Quien se dio cuenta antes de que el camino no era el correcto, no podría decirlo. Sólo sé que nos costó aceptarlo y que ninguno habló de ello. Pasamos a compartir silencios en el banco del parque y nuestros miedos hicieron el resto. Luego inventamos excusas y abandonamos proyectos: acabamos adaptándonos y despidiéndonos con la mano en una estación de tren.

¿Sabes cuando nos perdimos? Me preguntaste mucho después, una tarde gris y bochornosa de verano en que nos dimos a la nostalgia a base de chatos de vino.

Yo, que temía tu respuesta sonreí y cambié de tema...


lunes, 25 de agosto de 2008

la silla verde



Ella salía por la puerta verde cada tarde con los niños a dar un paseo por el barrio, comerse un helado sentados en las murallas, y caminar junto al mar. Mientras él, que acababa de regresar con el bote, de pescar lo que cocinaría más tarde para la cena, se quedaba sentado en la silla verde esperando, con una pluma de la mano y un cuaderno lleno de garabatos, esa gran idea.

A ella le gustaba el sol y la compañía, juntarse con otras parejas que, como ellos, acudían cada verano con los chicos a aquella isla del Adriático, tomarse una cerveza a media mañana, sonreir a los camareros bronceados y sonrientes que le servían en la terraza. Le gustaba leer revistas, comentar los cambios y las novedades, observar como crecían los niños, como rescataban conchas de la orilla y se les iba oscureciendo la piel. A él le gustaba la paz del mar abierto, el silencio que rompían solo las olas y las gaviotas, hablar poco, leer mucho, llevarse a los pequeños al campo y enseñarles a reconocer los distintos tipos de setas, a escuchar el silencio, a observar, a buscar. La gran idea.

A ella le gustaba verle sentado en la silla verde cuando regresaban del pueblo, con su mirada perdida y su sonrisa escueta. Le gustaba que la gente hablara y que nadie entendiera que todo eso que él tenía dentro, le pertenecía casi en su totalidad a ella, la que sonreía a los camareros y saludaba a todos por la playa. También a él le gustaba verla, todos los amaneceres, durmiendo tranquila como una niña con el pelo revuelto y la respiración pausada, acariciar su vientre fértil, sus cicatrices de madre, besarle los pies. Y que nadie supiera.

Una tarde cuando volvió del paseo con los niños, la silla verde estaba vacía. Nadie entendió que ni siquiera intentara buscarle por la isla. Nadie entendió, sólo ella, que había encontrado su gran idea.

viernes, 22 de agosto de 2008

rumbo al norte...


En semanas como ésta, en la que todo parece que se hace cuesta arriba, en que las cosas no salen bien aquí, ni allá, en que la tele escupe víctimas y el MMG nos devora, en que las ganas se dan de bruces con la dura realidad, en que a una se le cansa la sonrisa roja pintada en la cara y tus bares favoritos cierran por vacaciones en la gran ciudad,
lo mejor
es cogerse la maleta y caminar rumbo al norte, buscar el mar y sentir su brisa,
y dejar que enrede los cabellos
y las carcajadas
y los pasos
y que ya no exista nada más.

Aunque a la vuelta, esa cuesta arriba que abandonamos a mitad de camino, nos siga esperando sin un ápice de piedad...

lunes, 18 de agosto de 2008

MMG (maldito mundo globalizado)


Nos enseñaron que teníamos derecho a todo. Que podíamos comernos el mundo con patatas, y sin indigestarnos, llegar más lejos que nadie.

Y lo hicimos.

Conquistamos el mundo y lo reducimos a una red de vías de tren (primero, aún meros adolescentes, mochila al hombro), a una Europa de 12, de 15, de 25, de 27 y suma y sigue (hablaron entonces de generación Erasmus, o generación Orgasmus, o generación de parejas abandonadas por amores extranjeros), a un lugar repleto de conexiones aéreas baratas con las que convertir lo exótico en posible, en destino común de vacaciones (siempre más lejos, siempre más raro, siempre más distinto).

Pero conquistado el mundo, no llegó la felicidad. Nosotros que teníamos derecho a todo, no pudimos evitar preguntarnos si no habría algo más...

Así que empezamos a añorar la vida tranquila de los que vivían y nacían en el mismo lugar, de los que tenían claras sus raíces y una idea intensa y profunda de lo cierto, en vez de una idea general de lo abstracto. Empezamos a odiar ese MMG al que estábamos enganchados. Ese MMG del que formábamos parte, ese MMG propio que nos había ganado la partida.

Un día nos dimos cuenta de cuánto dolía, de que nuestro corazón había quedado repartido en muchos rincones, había sido entregado a muchas personas de distintos acentos, había estado desnudo en muchas calles de muchas ciudades extrañas que fueron propias. Un día nos dimos cuenta de que la ciudad estaba vacía, como un Madrid en pleno mes de agosto: Había quien se había ido cerca, a una ciudad de frío, dinero y posibilidades laborales. Había quien se había marchado persiguiendo una mujer de ojos oscuros y alfabeto diferente. Había quien, fruto de ese MMG, buscaba sus raíces en un lugar nacido y no intuido. Había quien no quería enamorarse y cruzaba el charco huyendo de unas manos de panadera. Había incluso quien había convertido ese MMG en un modo de vida e iba de un lado para otro desentrañando esquinas.

Ese día, la ciudad vacía, buscamos un plano en el que señalar con un punto rojo, "usted está aquí", tan perdidos como nos hallábamos. Pero lo que encontramos fue una red de vías de tren y conexiones aéreas baratas: un sinfin de posibilidades

Entonces, como teníamos derecho a todo, nos dejamos llevar...

martes, 12 de agosto de 2008

souvenirs


Y luego, de las guerras, solo quedan las condecoraciones vendidas a tres euros en mercadillos de domingo, las fotos en blanco y negro apolillándose en el cajón de la cómoda vieja de la abuela, los agujeros en las paredes que van llenándose de barro, las tejas de distinto color en los edificios históricos, los héroes que se convierten en estatuas y llenan las plazas en las que luego nos bebemos una cerveza, los libros de historia llenos de fechas y batallas...

Pero entre tanto, antes de alcanzar la eternidad, las guerras siegan nuestros presentes y nos convierten en polvo. La vida nos cambia de la noche a la mañana y lo abstracto, esa palabra que está en boca de todos pero que la mayoría no puede imaginar, se convierte en terrible y en real. Salimos (a dónde) a disparar a un enemigo invisible que no conocemos, que nunca nos hizo nada malo, ni nada bueno, que nunca nos miró a los ojos, ni intercambió una palabra con nosotros. Salimos a disparar a personas que conocimos en el lugar inadecuado, en el campo de batalla, en vez de en una barra de bar. De haberlo hecho ahí, seguro que habríamos reído juntos, habríamos deseado los mismos labios, la misma cama, quien sabe, de haberlo hecho ahí, en la barra de algún bar, tal vez seríamos amigos.

Pero antes de ocupar vitrinas y librerías, la guerra nos despoja de nuestras esperanzas y nos lanza al absurdo, a un límite insospechado, a un yo que no reconocemos, y ya no nos importan los motivos, ya no recordamos quien empezó las cosas, ni por qué, sólo que la culpa no fue nuestra y que salvamos el pellejo y que sobrevivimos una hora más. Una hora.

Luego están también los titulares de los periódicos que nos convierten en espectadores. Se creen desafíando al olvido, pero lo único que hacen es proporcionar pan y circo a esa parte del mundo donde la palabra guerra sigue siendo condecoraciones, fotos, agujeros y estatuas en medio de la plaza...

para los que no podemos imaginar...
los que no tenemos ni idea...



En la foto, Pat y yo en un puesto de souvenirs junto al Check Point Charlie.
Berlín, mayo de 2007

lunes, 11 de agosto de 2008

Un árbol en Ljubljana


Hay un árbol en una plaza de Ljubljana, cuyo nombre sólo tú y yo conocemos. Lo bautizamos una media tarde en que se nos escapaban las ganas y nos podía el cansancio y el calor. Bajo sus ramas se dejaron caer algunos versos de Neruda y una brisa agradable: sucede solamente, que soy feliz por los cuatro costados del corazón, andando, durmiendo o escribiendo. Su espesor verde detenía el tiempo, en un día que había comenzado demasiado pronto. Tú no decías nada, apoyado en su tronco lleno de arrugas, de años y de amores contrariados y yo, con mi cabeza sobre tu cuerpo, cerraba los ojos y dejaba pasar veranos. Que voy a hacerle, soy feliz.

En una plaza de Ljubljana hay un árbol que no sabe que tiene nombre. Se lo pusimos un domingo de agosto, de encuentros y despedidas, de cafés antes del amanecer, de esquinas transitadas y deseos furtivos. Nos sentamos junto a él y le recitamos la poesía de nuestra historia sin romanticismo: él escuchó y no dictó sentencia. El día que comenzó temprano terminaba temprano sin remedio y ni el verde de su cabello conseguía atrapar el instante. Tampoco él, en sus murmullos de viento, decía nada, así que tú, apoyado sobre su cuerpo robusto, callabas promesas que yo no creía y el futuro era aquel árbol bautizado en una plaza de Ljubljana de la que nunca supe su nombre. Hoy dejadme a mí solo ser feliz, con todos o sin todos, ser feliz con el pasto y la arena, ser feliz con el aire y la tierra, ser feliz, contigo, con tu boca, ser feliz.

Dejó de sonar Neruda y abandonamos su vientre de tierra. Pero quedó su nombre flotando entre sus hojas verdes.
Nunca más fue un árbol cualquiera.

sábado, 2 de agosto de 2008

Vacaciones

Marcella coge su vestido a rayas, lo mete en la maleta verde y se prepara para las vacaciones. El blog, como este Madrid de 2 de agosto, se queda desierto unos días.

Marcella recoge la incertidumbre previa a los viajes sin plan establecido, sin abrazo que espera en el aeropuerto y sueña con encuentros no fijados en lugares de lengua extraña y moneda distinta. Sueña el mar y otro Mediterráneo y otras playas, sueña con pescado frito, con el olor a sol en la piel tostadas, con ciudades enterradas bajo un volcán, con fortalezas en lo alto de pueblos medievales, con barcos y biodramina, con autobuses infernales de mil horas y ciudades de nombre inescribible desde las que regresar a casa.

Y al regreso, cámara en mano, cuaderno de notas, Marcella sabe que abrirá este blog dispuesta a contar muchas historias, a mostrar muchas fotos, a respirar Madrid y retomar rutina.
A compartirla.
Como siempre.
Con vosotros.

Cuento a la vista

Cuento a la vista
La parte niña del vestido a rayas