Nadie entendía por qué el pescador de ciudad seguía acudiendo cada viernes por la tarde a la misma orilla del río a pescar y pensar, a pensar y observar. Los que le conocían sabían que repetía siempre las mismas rutinas. Dejaba el coche lejos, a la entrada del parque, y cargaba con todos los bártulos. Llevaba siempre una gorra, independientemente de que hiciera sol o hubiera nubes, y guardaba en los bolsillos de su chaleco un palo de regaliz que chupetear mientras esperaba que los peces picaran.
Picaban poco y tampoco le importaba, porque al pescador de ciudad le gustaba el silencio relativo de aquel lugar, la oscuridad de los árboles, la luz del río que se abría, contemplar la sombra de la ciudad, escuchar el murmullo de su ajetreo, como una nana lejana. Y pescar y pensar, pensar y observar.
Un mes al año, solo uno, se reunía con otros compañeros pescadores y pasaban una temporada en los lagos. Rodeados de naturaleza, bebían cerveza, hablaban de mujeres y pescaban mucho, mucho más que en la ciudad, donde apenas había peces y el silencio era relativo. Era divertido, pero él prefería, sin duda, la pesca de ciudad, irse a la orilla del río solo, a pescar y pensar, pensar y observar. Le gustaba sentirse dentro del gigante urbano y con su caña y su gusano humanizar aquel lugar de edificios altos, semáforos de colores y olor ácido.
Una de las veces, pasado el mes de los lagos, el pescador de ciudad acudió puntual a su cita de los viernes con el río. Dejó el coche lejos, a la entrada del parque, y cargado con sus bártulos y su gorra se dirigió a su orilla de siempre. Tenía mucho que pescar y pensar, que pensar y observar.
Pero al llegar a su rincón una gran fábrica de enormes chimeneas había ocupado justo la orilla de enfrente. Contrariado ante el horror de la visión, el pescador de ciudad, soltó los bártulos y sacó el palo de regaliz. Tardó unos minutos en analizar la situación pero pronto lo vio claro. Abrió su silla pleglable, sacó su caña y continuó con sus rutinas, aunque lamentó que en el futuro, ya no pudiera volver a marcharse nunca más de vacaciones.
Aquel lugar necesitaría ya para siempre, un pescador de ciudad que lo humanizara.
Pescador de ciudad.
Treptower Park - Berlín
Julio de 2008