domingo, 25 de mayo de 2008

Blanco y Negro

Blanco había sido blanco mucho tiempo. Antes no, antes era una mezcla perfecta de otro color, pero el tiempo, como todo, acabó por deshacer el invento y Blanco empezó a rechazar todos los colores. Cada vez más blanco, cada vez más brillante.

Negro había sido negro mucho tiempo. Antes no, antes estaba abierto a los colores, a la luz, a la mezcla, pero al final, el tiempo, como todo, acabó por ir cerrando su puerta y Negro se quedó solo ante una paleta sin colores. Cada vez más negro, cada vez más noche.

Blanco, tan blanco, y Negro, tan negro, no hacían otra cosa que buscar la mezcla, pero ningún color era lo suficientemente bello, lo suficientemente intenso, para desearlo de veras, y por eso continuaban solos, absolutos, buscando. Hasta que un día, Blanco y Negro se conocieron en una fiesta de colores puros. Eran tan distintos que se gustaron desde el primer momento. Lo que no tenía uno era justo lo que le sobraba al otro, y así Blanco y Negro decidieron mezclarse. Se les veía cruzar los pasos de cebra cogidos de la mano y confundirse con el asfalto. Les gustaba comer arroz con calamares en su tinta, beber horchata, jugar al ajedrez en destartalados edificios de hormigón, besarse bajo la lluvia.

Pero Blanco había sido blanco mucho tiempo, y pronto tuvo miedo de contaminar todo su brillo y su luz con oscuras sombras; y a Negro, que había sido negro mucho tiempo, le desconcertó ver cómo su oscuridad se iba diluyendo, y le cegó tanta claridad.

Por eso, una noche sin estrellas, sentados en torno a una vela humeante, Blanco y Negro se dieron cuenta de que a pesar de los buenos momentos, de haber sentido durante años la necesidad de un complemento, de una mezcla, aquel amor bicolor no funcionaba. Todo lo que tenía uno le faltaba al otro, por eso decidieron no verse más.

Continuaron puros.
Cada uno por su lado.


jueves, 22 de mayo de 2008

ITALIA

Durante seis meses viví, en la misma habitación, con Micol, una chica de Treviso. Tenía los ojos azules y el pelo corto y se convirtió, en muy poco tiempo, en familia. La mañana que se fue para siempre de Erfurt, habíamos estado de fiesta hasta las tantas, bebiendo, riendo, llorando. Cuando sonó el despertador, la resaca no dolía tanto como la inminente despedida. Recuerdo haberle dicho adios en aquella estación, permanentemente en obras, de mi ciudad del Este y haber comprado berlinas para desayunar sola. Recuerdo haberme metido en la cama, otra vez, y haber dicho Gute Nacht a una cama vacía. Fue la primera vez que sentí el dolor de una ausencia, ese desgarro dentro que estremece, ese vacío por el que pareces caerte hacia la nada.

No fue la única. Virginia, la Virgi, era de Florencia. Me hizo tres o cuatro rastas que llevé conmigo durante años y sus ganas de cambiar el mundo reforzaron las mías. Siempre que la veo, y no es tan a menudo como quisiera, me contagia sus rizos, sus locuras, su fuerza.

Con Elda, de la región de Abruzzo, compartí cafés y confesiones, fue el abrazo en momentos duros, la palabra justa cuando el amor se me desvanecía dentro y me dolía tanto. Con ella estrené el rojo en mi cabeza, y mucho después descubrí la playa romana, el verano tranquilo en la ciudad caótica. Juntas soñamos con Vespas por el suelo empedrado y planeamos viajes (pendientes) a Calabria o Sicilia.

A Davide me llevó una tormenta berlinesa y luego un avión con destino Venecia. Me recibió con una botella de vino blanco que bebimos una noche de verano junto al canal. Luego nos cayó la lluvia. Montados en un viejo escarabajo nos fuimos a un lugar donde el Adriático se acaba y deja de ser profundo. Le regalé la lectura pausada de los dos primeros capítulos de Rayuela y, a cambio, me llevé un libro de John Fante que nunca le he devuelto.

Estas son las coordenadas en las que se sitúa mi Italia:
Micol.
Virginia.
Elda.
Davide.
Esta es la Italia que me gusta, que añoro, que quiero.
La Italia a la que sueño volver.

Pero el periódico me escupe otra Italia fea y absurdamente real. Una Italia en la que soñar un futuro mejor es un delito, en la que ser diferente es un pecado, en la que la solidaridad merece una multa. Una Italia en la que los rumanos de hoy, se parecen a los judíos de Alemania en el 36.

Y no lo puedo evitar, duele...



La foto, hecha en Londres, es de una de las figuras de
Los Burgueses de Calais de Rodin.


lunes, 19 de mayo de 2008

Soluciones mojadas contra amenazas de lluvia



Aunque fuera invierno no me importaría. Te esperaría en el mismo sitio, enfrascada en una novela de misterio, cubierta de espuma en toda mi desnudez. Mis dedos se arrugan y tampoco importa. La casa, la calle afuera, el correr, la ciudad, están tan lejos de mi bañera que no pueden perturbarme. Cierro los ojos y sé que me miras y sé lo que piensas, que si esto fuera una película tú y yo viviríamos en Nueva York y el jazz que sale del tocadiscos se escucharía en una sala oscura del Soho. Mi nevera estaría vacía, como en verdad lo está, y acabaríamos cenando una hamburguesa grasienta en el local de la esquina.

Aunque lloviera no me importaría. Te esperaría en el mismo sitio, atenta a tus pasos gatunos, dentro de este rincón convertido en palacio donde me habitas. Las páginas se mojan y el jabón en los ojos me hace maldecir, pero tampoco importa, porque estoy tan enganchada a la sangre que corre a borbotones por esta novela que ni me doy cuenta de que no llevo gafas, de que te observo desde mi mundo miope, de que por eso, tal vez, lo veo todo tan perfecto.

Aunque las calles se hubieran convertido en ríos no me importaría. Seguiría esperándote en el mismo sitio, convertida en sirena, dispuesta a bucear en todas tus profundidades, dispuesta a olvidar todas tus tormentas, todos mis chaparrones, todo el oleaje.

No me importa.
Mi jazz.
Mi libro.
Mi bañera.

Y afuera, el resto del mundo.

domingo, 18 de mayo de 2008

Y en Berlín...SOL

No quería hablar de Berlín, sino de la lluvia que cae día sí, día no, sobre este Madrid coñazo que no nos da una tregua. Pero la foto, es tan bonita, tan soleada, tan (in) digna de esta tarde de domingo triste, que merece la pena regalarla.

Nubes y más nubes, y ahora frío, y alguien me pregunta si realmente es tan importante el tiempo, si no es mas que un tema de conversación insulso para el ascensor.

Me canso del desorden. De las cañas. De tomarnos unas copas sobre el sofá. De sentarme frente al ordenador a perderme en Internet. De abrir mi correo y descubrir que solo Infojobs se ha acordado de mí este fin de semana, y de que además no tiene nada interesante que ofrecerme. Me canso de Madrid y de todas las ciudades. Descubro, con asombro, con cansancio, que estoy aburrida.

No son las hormonas esta vez, así que no queda otra culpable que la amenaza de esta lluvia eterna que dura ya demasiado.

Y en Berlín, entre tanto, me llegan noticias de sol.

viernes, 16 de mayo de 2008

San Isidro Labrador

Sentadas frente a frente en la cocina, el lugar perfecto donde se guisan las mejores historias, la abuela recuerda canciones populares y canta. Todos los años pasados se dibujan en cada línea de su cara, en el brillo de su pelo blanco, en los huecos que dejaron los dientes caídos. Me la imagino en blanco y negro arreglándose con cuidado para marchar a la verbena y mirar de reojo a ese chico guapo, serio, con los ojos azules y profundos, como el océano que jamás ha visto.

Hoy es San Isidro abuela, le digo, y ella me habla del campo, de las mulas, del almuerzo, esos huevos fritos con puntilla y sus torreznos, y otra vez al campo, a trabajar, a dejarse la piel cada día, a mirar el cielo e invocar la lluvia en esas tierras amarillas y secas de Castilla. Y mientras, ella, a lavar al río, a meter las manos en el agua helada, a esperar el verano, y la fiesta y otra vez a encender el fuego, y poner el brasero y seguir echando cuentas y mirando al cielo. Así, año tras año, hasta que la imagen en blanco y negro se convierte en color, la gente se marcha del pueblo, de esa casa grande y fría, y el corral se queda vacío y llega la vejez y se sienta junto a ellos en los sillones del salón para jugar por las noches a la brisca, al cinquillo o al chinchón.

Cuánto ha cambiado la vida, se sorprende y yo me sorprendo con ella. Hago una foto con mi móvil y ella la mira, qué vieja salgo, es que eres vieja abuela, pero aquí sigues. Ella se lamenta y mira a mi abuelo, de ojos azules y profundos como el océano que alguna vez vio, sentado, ausente, dormido en la silla de ruedas. Es San Isidro Labrador, pero en vez de campo lo que tenemos a nuestros pies es una ciudad de asfalto en la que no huele nunca a trigo.

Suspira, y yo con ella.
Y tras el silencio, decidimos volver a entonar alguna zarzuela.

La foto está sacada de la página web de la villa de Macotera:
www.villademacotera.com


miércoles, 14 de mayo de 2008

Seguiré caminando...


Cuando éramos pequeños, nos enseñaron que en la vida hay que esforzarse para conseguir lo que uno quiere, que hay que trabajar duro, demostrar lo que se vale, no dejar de luchar. Sin embargo, la vida real, o la vida tal y como hoy está establecida, nada tiene que ver con esta premisa. La vida es suerte, o contactos, o morro. La vida, qué se yo, es otra cosa. Y el esfuerzo no siempre obtiene recompensa, y a veces los sueños se rompen en pedazos y tenemos que agacharnos a recoger cada cachito y tratar de recomponerlos.

Malos tiempos esta semana en la casa con balcón. El suelo de nuestro salón está lleno de pequeños trocitos de ilusiones que alguien rompió. Algunos son míos, otros, la mayoría, no. Pero todos, propios o ajenos, se me clavan y me hacen sangrar y de nada sirve que me vista como el duende de la navidad (de rojo y verde) y salga, sonrisa en boca, a colorear esta ciudad gris.

Quería creer que era suficiente con desear algo con fuerza para que se tornara real, pero la realidad tenía otros planes. Así que me planto, me canso y digo que nunca más. Me enfado y no respiro...

Pero en el fondo soy una creyente practicante de eso que llaman felicidad, así que me obligo a no perder la fe y a seguir creyendo en los sueños.
No queda otra.
No veo más opción.

Acepto, sigo la partida, aunque no deje de ladrar y pensar que por una vez, joder, las cosas podrían salirnos bien. Se me escapa un qué injusta es la vida, e inmediatamente me siento culpable. Ayer operaron por un cáncer a la madre de una de Nosotras(h) y eso sí que es injusto. Todo lo demás no son más que pequeños baches en el camino.

Así que no lo pienses (o piénsalo). Por ella, por tí. Sigue caminando.

domingo, 11 de mayo de 2008

Mis guerrilleras

Anoche, mi cuadrilla de soñadoras guerrilleras y yo quedamos para cenar. No era en cualquier sitio, era, por fin, después de tanto tiempo, en casa de Aroa. Qué extraña sensación. Una casa propia, un lugar futuro, en esta vida sin anclas en la que me muevo, de repente, algo seguro, que permanece, algo a lo que aferrarse...

La casa me encanta. El portal es viejo, con paredes descascarilladas, mucho espacio, poca luz, una escalera serpeteante, un patio precioso que hay que cruzar para llegar a ella.
Es tan alemán, es una casa tan berlinesa (en el hinterhof).
Así que en este sábado de lluvia nos cruzamos Malasaña con un vino y helado de postre y llamamos al timbre. Cuatro locas, y una rubia (también loca) abriendo la puerta de su casa. Los abrazos y grititos habituales, toda esa ñoñería que nos acompaña, ese amor que destilamos, esa necesidad de nosotras mismas, esa familia que fuimos, que somos...

Y de repente han pasado mil años y parece "siempre" que estuvimos en Madrid, y parece "siempre" que nos conocimos. Pero solo hemos recorrido una distancia muy corta, unos pocos años, un océano, un trópico y una casa con jardín. Y me pesan los años. Me da igual que la gente me diga que somos jóvenes, me da igual serlo, o no, porque siento que de pronto, la vida ha corrido mucho y yo me quiero imaginar en mi salón cordobés, con mis sillas de plástico, verde, azul, rosa y blanca ( y otra azul para el Church) y mi colchón sobre el suelo, y nuestras telas, y la guitarrilla, el pelo largo y el flequillo corto y tanto que aprender, pero no puedo porque está tan lejos que ni siquiera duele, simplemente quedó, lo perdimos, igual que se fue perdiendo el resplandor de las miles de luces del monstruo DF, aquella tarde-noche de agosto, desde el avión que me expulsó del paraíso.

No me siento vieja, no, sólo corriendo veloz hacia sus brazos.
Y pasa un año de Berlín, y dos que volví de México, y tantos de mi habitación naranja con colchón sobre el suelo y las mejores salchichas de Alemania. Todo está muy cerca y muy lejos y la gente tiene hijos y habla de ellos, y nosotras mientras discutimos sobre la conciliación laboral, sobre el derecho a decidir. Y estamos en Mayo y hace seis que me mudé a Chueca y seguimos contando. Sin darnos cuenta. Volando, día tras día, poco a poco, pasan las semanas, inauguramos casas, cambiamos de trabajo, nos enamoramos y desenamoramos, cuplimos años, descubrimos las primeras patas de gallo, las ojeras que ya no se van, las conversaciones que cambian, las cenas, que ahora son con vino.

De repente me siento como cuando tenía 13 años y todo el mundo a mi alrededor quería crecer, besar bocas y marcar pechos, y yo tan solo esperaba esconderme bajo la manta y que el tiempo no se acordara de mí.

De nuevo, el tiempo...
Acechando.



Y mis guerrilleras, conmigo, luchando en el mismo frente...
Haciendo que duela menos.

viernes, 9 de mayo de 2008

El viejo boxeador

Sus guantes, aquellos con los que había noqueado a muchos de sus contricantes, con los que se había dirigido triunfante a un público que gritaba su nombre, ésos que habían dado sentido a su vida en un momento en que la vida era algo muy diferente, descansan ahora en un baúl que cada domingo Maribel abre en la Ribera de Curtidores. Junto a él sombreros antiguos, bastones, viejas fotografías, cajas de madera, libros amarillentos. Cosas, en fin, que sólo valen porque son viejas. Al contrario que él, veterano boxeador que la memoria ha olvidado, que no vale precisamente por ser viejo.

El viejo boxeador camina entre la multitud que se mueve pesadamente entre los puestos del Rastro y de repente están ahí, no podría confundirlos aunque quisiera, no podría. Se abre la caja de Pandora, todos los recuerdos y el viejo boxeador siente que los navajazos del tiempo duelen más que cualquier gancho de derecha aplastando su pómulo izquierdo. Observa sus manos insultantemente desnudas, acaricia su cara sin moretones. Nada duele y sin embargo el alma le hace daño al intentar salir de ese cuerpo cascado, de ese tiempo despiadado, de ese Rastro cruel que cuelga sus guantes de boxeo sobre un perchero de madera y apenas pide por ello un puñado de euros.

El viejo boxeador no lo ve venir. Es el último asalto, el último golpe, el que le pilla desprevenido y le deja tendido sobre el ring de asfalto. El sol quema con fuerza en lo alto, la gente mira, pero pocos se paran.

Unos metros más allá, Maribel busca sin éxito los guantes de boxeo.
Pero éstos ya no están.
Simplemente, han dado su último golpe.


lunes, 5 de mayo de 2008

Notting Hill

Siempre me pasa cuando viajo a otros países. Observo el ir y venir de la gente, las paradas de autobuses, las tiendas de frutas de la esquina, las chicas que miran el reloj a la salida del metro, los mercadillos de domingo con sol. Pienso, entonces, en las vidas posibles, en las rutinas berlinesas, lisboetas, londinenses, en Marcella habitando todos esos lugares y me dan ganas de atraparlos y hacerlos míos. Así que de vuelta a Madrid el pasaporte tiembla y a mi me entran ganas de revolucionar mi vida y ponerla del revés y marcharme de nuevo. Luego lo pienso y me quedo sin opciones. Tal vez aquel tiempo de posibilidades va poco a poco marchitándose y ya se me escapan las vidas posibles de las manos.

Así que se junta el regreso, el domingo horroroso que anuncia el lunes de vuelta al mundo real, la nostalgia por esas vidas que podrían ser pero no, con que en la tele ponen una de esas películas ñoñas de final feliz que te dejan clavada en el sofá. No importa que la hayas visto mil veces. No importa lo mala que sea. No importa ni tan siquiera que Hugh Grant fuera pillado in fraganti con una prostituta, (infiel y putero). Vuelvo a verla y a tararear el tema empalagoso de Elvis Costello con el que se cierra la película.

Lo reconozco: me gusta Notting Hill, más aún cuando apenas 24 horas antes he estado paseando por sus casas con puertas de colores, he rastreado entre cachivaches y turistas italianos y me he entretenido mirando en espejos concavos (o serán convexos?) una realidad, que como esas vidas posibles, tampoco he podido apresar.

Pero el espejo hoy no deforma lo que veo: es lunes y me dura la resaca. Hace bochorno en Madrid. Me compro unos pantalones negros de verano que pienso estrenar inmediatamente. Planeo un corte de pelo porque se me escurren los rizos. Sigo con la maldita cancioncilla de Elvis Costello en la cabeza. No pienso en Londres, mientras bajo desde Hortaleza hasta mi casa, pero sí en Notting Hill, en comprar un par de manzanas bien verdes, bien ácidas, ponerlas junto al libro que está en la cesta de mi bici de paseo y pedalear hasta Hyde Park, teniendo cuidado de mirar hacia el lugar correcto en los cruces. Y por fin, en ese parque de cesped brillante, sentarme en uno de esos bancos en los que alguien ha escrito un nombre, y respirar todas las ciudades que me rondan.

Creo que soy adicta al cosmopolitismo, al ajetreo, a los lugares verticales como Madrid.
También a las historias, ñoñas y falsas, de amores imposibles que acaban saliendo bien.

Adicciones para olvidar, supongo, que de todas las vidas posibles, al final, solo podemos elegir una. Adicciones para continuar sonriendo aunque sepamos que la mayoría de los amores imposibles, no nos engañemos, nunca se quitarán esa etiqueta.

Cuento a la vista

Cuento a la vista
La parte niña del vestido a rayas