jueves, 14 de abril de 2011

Oficinas virtuales


Las oficinas virtuales tienen sucursales en cada esquina. Yo he cambiado mi casa con balcón, ahora que han empezado a salirle flores a los geranios, por un cubo blanco con ventanas, por unas orquídeas con nombre propio y un cielo apocalíptico.

Madrid-Berlín son parte de la misma red de telaraña que me envuelve. Son la misma oficina virtual desde la que repaso perfiles biográficos de artistas y creadores españoles que una vez ganaron un premio, o varios premios, o todos los premios. Aquí o allí no cambia tanto las cosas, no despeja la mente, no termina las tareas sin terminar y mucho menos las que ni siquiera están empezadas. Aquí o allí no importa si por dentro tenemos metido el nervio, la prisa, el cansancio.

La oficina virtual solo cambia de decorado, pero en esencia sigue siendo la misma: este ordenador sin letra erre, estas manos que aporrean el teclado, esta mente que no descansa.

Luego acaba la jornada (¿pero acaba alguna vez la jornada?) y todo cambia. Madrid es Madrid y Berlín es Berlín. Es verticalidad frente a horizontalidad, estrecho contra ancho, rapidez contra calma. Madrid no es Berlín, es calor frente a frío, es sol frente a lluvia, metro frente a bicicleta. Por eso, ahora, fuera de esta oficina virtual importan los lugares.

Lo pienso justo antes de sumergirme en la piscina de Neukölln, entre su mosaicos y sus columnas. Luego dejo que el agua caliente de la ducha me arrugue la piel. Es todo lo que necesito y cuando salgo, con los rizos alborotados y los labios extremadamente rojos, es otra mujer la que desata su bicicleta y pedalea bajo la lluvia. Y entonces sí que cambian tanto las cosas. Entonces las oficinas virtuales tienen sentido y Madrid-Berlín es la más enorme y bella de todas.

Y es la mía propia.
Mi lugar de trabajo.
Lo que soy.

jueves, 7 de abril de 2011

Equipaje


La plaza de Vázquez de Mella se ilumina con las luces del reloj de la Telefónica. Pasear de noche por esa plaza, aunque sea solo para encajar las bolsa de basura amarilla en el contenedor a rebosar, es saborear una mahou clásica comprada en los chinos de al lado. Es dejar que la sal de las pipas te corte los labios que alguien sentado frente a ti desea besar, es la mejor manera de esperar a que las pechugas de pollo se descongelen, es hacer tiempo para que llegue el momento en que los cuerpos se mezclen. Aunque a nosotros, como no lo teníamos, nunca nos importó el tiempo.

Pienso esto mientras contemplo la aguja roja marcando las 11:30. Es mi plaza favorita. Una de ellas. Con sus yonquis que hablan a gritos, con los perros que olisquean nuestros kebap, con los patinadores y los borrachos, con la sombra alargada de un recuerdo doloroso y bello. De un verano. Del último.

Ya no recuerdo cuántos inviernos helaron el agua turbia del señor Vázquez de Mella, ni cuántas cervezas de chino me tomé después. Sé que nunca volví a esperar a que las pechugas se descongelaran, y nunca más volví a desnudarme del todo. Sé que dejé de pensarte a cada instante. Que dejé tu recuerdo para noches tontas y cálidas junto al contenedor de plásticos. Y te guardé en mi mochila.

No importa el bagaje, ni las maletas, me dijo alguien ayer a sabiendas de que nunca sería parte de mi equipaje. Lo dijo mientras trataba de agarrarse a una mentira, mientras sorbía con ansia una cerveza, mientras pisoteaba sin piedad una ilusión tan efímera que apenas había sido ilusión.

Pero no es verdad. Sí importa. Son lo único que traemos. Lo único que somos. Son lo que nos llevamos en cada muda de piel, en cada mudanza, en cada viaje. Son mis pechugas a medio descongelar y una ilusión pisoteada cuando hacía tiempo que era más que una ilusión. Claro que importa. Son lo que soy.

Pero hay quien no entiende que el equipaje es lo que nos hace más pesados, sí, pero también más preparados, más sabios. Hay quien no sabe, quien no aprende, quien no crece.

No es mi caso.

Cuento a la vista

Cuento a la vista
La parte niña del vestido a rayas