Las oficinas virtuales tienen sucursales en cada esquina. Yo he cambiado mi casa con balcón, ahora que han empezado a salirle flores a los geranios, por un cubo blanco con ventanas, por unas orquídeas con nombre propio y un cielo apocalíptico.
Madrid-Berlín son parte de la misma red de telaraña que me envuelve. Son la misma oficina virtual desde la que repaso perfiles biográficos de artistas y creadores españoles que una vez ganaron un premio, o varios premios, o todos los premios. Aquí o allí no cambia tanto las cosas, no despeja la mente, no termina las tareas sin terminar y mucho menos las que ni siquiera están empezadas. Aquí o allí no importa si por dentro tenemos metido el nervio, la prisa, el cansancio.
La oficina virtual solo cambia de decorado, pero en esencia sigue siendo la misma: este ordenador sin letra erre, estas manos que aporrean el teclado, esta mente que no descansa.
Luego acaba la jornada (¿pero acaba alguna vez la jornada?) y todo cambia. Madrid es Madrid y Berlín es Berlín. Es verticalidad frente a horizontalidad, estrecho contra ancho, rapidez contra calma. Madrid no es Berlín, es calor frente a frío, es sol frente a lluvia, metro frente a bicicleta. Por eso, ahora, fuera de esta oficina virtual importan los lugares.
Lo pienso justo antes de sumergirme en la piscina de Neukölln, entre su mosaicos y sus columnas. Luego dejo que el agua caliente de la ducha me arrugue la piel. Es todo lo que necesito y cuando salgo, con los rizos alborotados y los labios extremadamente rojos, es otra mujer la que desata su bicicleta y pedalea bajo la lluvia. Y entonces sí que cambian tanto las cosas. Entonces las oficinas virtuales tienen sentido y Madrid-Berlín es la más enorme y bella de todas.
Y es la mía propia.
Mi lugar de trabajo.
Lo que soy.