domingo, 31 de octubre de 2010

Desmantelamiento

desmantelar.

(Del lat. dis, des-, y mantellum, velo, mantel).

1. tr. Echar por tierra y arruinar los muros y fortificaciones de una plaza.

2. tr. Clausurar o demoler un edificio u otro tipo de construcción con el fin de interrumpir o impedir una actividad.

3. tr. desarticular (desorganizar la autoridad una conspiración).

4. tr. Desamparar, abandonar o desabrigar una casa.

5. tr. Mar. desarbolar.

6. tr. Mar. Desarmar y desaparejar una embarcación.



Firmar, llegar, recoger. No sé si se me olvida algo. Cruzar palabras. Miradas. Recuerdos.
Y de repente, como quien le da a la tecla de resetear, borrar todo de un plumazo.


viernes, 29 de octubre de 2010

Prisas



Siempre pasa lo mismo. Lo pienso y cojo las tijeras colgadas en la cocina y corto los tallos a los lirios recién comprados en el mercado turco. No los quiero blancos, le digo y él me dice que son azules y yo me lo creo y me los llevo a casa. Luego lleno el florero de agua y me bebo un vaso mientras un sol caduco ya no nos calienta. Me duelen las rodillas y no iré a nadar aunque sea viernes. Puedo tirarme en la cama y visualizar las manchas del techo y así saber que, de madrugada, me será más fácil encontrar los mosquitos que acabarán por desvelarme esta noche, como si esto fuera una noche de verano cualquiera o el trópico.

Siempre pasa lo mismo, pienso. Corro como si se me fuera a acabar el aire. Como si perdiera un tren. Como si no pudiera hacer otra cosa que correr. Tomo aire, todo el aire. Lleno mis pulmones y entonces:

Frenesí. Las caras que pasan. Rojo. Verde. Rojo. Verde. Rojo: me salté un semáforo y un travía hace chirriar su esqueleto. Un metro y otro. En una estación. En Madrid. En Berlín. Gente que corre vestidos de etiqueta. Gente que come en la calle. Que come mientras corre porque no le da tiempo a llegar. A dónde, me pregunto, pero ellos siguen corriendo y yo sigo escribiendo. Solo tengo que llegar. Yo también tengo que llegar, pienso, porque quien sabe si se me acabará el aire o si se escapará mi tren. No paro ni un segundo. No puedo.

La ciudad corre, corre. Corre como si esto no fuera una carrera de fondo. Corremos todos. Tú. Yo. Pero no nos juntamos. Menos mal. No tendriamos tiempo de parar aunque nos encontráramos. Mejor así. Somos gestos borrosos que nos atraviesan en la bici mientras bajamos la cuesta de Espíritu Santo. La de Warschauer str. Cierro los ojos. ¿He llegado?

Ni yo lo sé. Pero estoy cansada y me desplomo.
Tanta prisa y ahora qué. Ahora nada.
Miro los lirios. Las manchas de la pared.
Me aburro.

lunes, 25 de octubre de 2010

Bendición



En Berlín hoy hace sol. Es increíble lo maravillosa que se vuelve esta ciudad cuando es bendecida por el astro rey. Uno se quedaría aquí para siempre. Cogería la bicicleta durante horas y pasearía por los parques de esta ciudad ociosa, observando a los berlineses sonreírle al frío.

También el sábado hizo sol. Me desperté temprano amenazada por la tos, encendí el ordenador, terminé un cuento. Luego me marché al norte. Bajamos unas escaleras, nos metimos en un búnker. Hablaron de la guerra. Fría como aquellos pasillos, absurda como la idea de sobrevivir a un holocausto nuclear. Cuando salimos ha pasado la hora de la comida, pero tenemos hambre. Volvemos al barrio y buscamos un lugar donde tomar una sopa. Es un asiático y la comida está picante. Comemos tranquilos y a deshoras. Con la felicidad de saber que no hay obligación alguna. Que es aboslutamente sábado y que no hay nada mejor que darse al placer de la risa en esa ciudad con sol. También a deshoras dormimos una siesta y me despierto perdida, con el cuerpo lento y el rejoj veloz. Me pinto el ojo.

Luego nos vamos a una fiesta. Alguien me cuenta que estrenará una obra de teatro en Münster. De qué va, pregunto y bebo mi cerveza como si besara una boca. Después ya no recuerdo el argumento, pero bailamos en un bar lleno de gente. Se nos hace tarde y el teléfono suena pronto. Es domingo y llueve. Me meto en la ducha y el cansancio se me escapa por el desagüe. Quiero salir a disfrutar el domingo aunque el tiempo no acompañe. Desayunamos leyendo el periódico y observando desde la cristalera de la cafetería como el viento arma un revuelo de hojas amarillas en la Oranien. Caminamos, vemos una peli, alguien nos trae un pastel. Está delicioso.

Más tarde voy al encuentro. Pedaleo sin gafas y la ciudad se vuelve borrosa. Me encojo de frío. Paseamos por las calles oscuras y buscamos donde cenar. Voy donde antes era siempre y me pido un ayram. El plato es demasiado grande y como siempre dejo el halloumi, pero no está Fran para comerse el resto. Entro al baño y recuerdo que fue allí donde leí el cartel que me llevó hasta Frauke. La vida se construye a base de casualidades, dice Celia y tiene razón.

Me meto en la cama agotada. Siento mi cuerpo frágil y una sensación dulce y suave.
Como el fin de semana. Como la felicidad.

martes, 19 de octubre de 2010

pasos de gigante



Llovía a mares y yo llevaba una maleta que pesaba 30 kilos. No sé cómo llegue hasta ahí, pero ahí estaba. Recogí mi llave y arrastré como pude aquel mamotreto hasta la residencia. Habitación 604a: sexto piso. Sin ascensor. Alguien me ayudó a subir la maleta y entonces comenzó todo. Luego pasaron muchas cosas y otras no llegaron a pasar nunca aunque deberían haberlo hecho.

Esta vez también llueve pero apenas llevo equipaje. La estación ha cambiado. Es nueva, está increíble. Yo la miró con asombro y cuando llegó al punto de encuentro no puedo parar de reir...¿pero has visto esto? Buscamos al Ampelman con paragüas y suspiramos aliviadas cuando lo vemos. Ahí sigue.

Paseamos de nuevo por aquellas calles y trato de encontrar la María que se perdió por ellas, la que acabó muerta de risa bajo la lluvia muchos amaneceres, la que esperó el tranvía mientras el frío helaba los coches, la que lloró en un cine cuando empezaba un verano, la que se tiñó el pelo de rojo y se compró un vestido. La que construyó una rutina y de paso a si misma. Pero no la encuentro o me he olvidado de ella, porque la ciudad no se me mete dentro, ni me encoge el corazón, ni me hace suspirar.

El calendario sí, y de repente los años son muchos y las cicatrices y las nostalgias se resienten del frío en esa ciudad del Este. Me pido una cerveza y otra y pienso en cuantas cervezas no bebí en aquel lugar. En eso he cambiado, le digo a Micol, ya bebo cerveza. Luego la lluvia ligera nos cala al volver al albergue. No tenemos a nadie en este lugar donde todos estuvimos de paso. Pero tenemos algunos repartidos por el mundo, atados a nuestro pasado y enganchados a nuestro presente a pesar de las ausencias.

Digo, no volveré más y lo pienso de verás. Luego rectifico y digo tal vez, un día, con los niños. Los niños. Qué niños. Rozamos la treintena y llegamos apenas pasados los veinte. Dimos pasos de gigante.

Hablamos, recordamos. Llamamos a nuestra puerta y dos estudiantes de apenas 20 años nos responden sorprendidas. Les contamos. Vivimos aquí y ellas nos invitan a cenar. Sé que lo piensan o si no lo pienso yo. Es su presente y para nosotras solo el pasado.

Pero no vale la pena mirar atrás. La ciudad está radiante.
Nosotras también.

lunes, 11 de octubre de 2010

Encuentros

Es curiosa la sensación de invierno en mis manos frías. Paseo por las calles empedradas con las manos metidas en los bolsillos, el gorro calado hasta los ojos y las solapas de mi abrigo levantadas. Llevo los labios pintados y al verme reflejada de perfil en la ventana de un edificio de la Weserstr. sé por qué siempre salgo con ellos así. Tienen el mismo efecto en mi que en otras ponerse una minifalda o calzar tacones altos. Pongo morritos porque vista así, con ese sombrero años veinte, los labios púrpura y mi abrigo entallado parezco más un personaje de película francesa que yo misma.

Camino pensando en los encuentros fortuitos, con la sensación de que mi decisión de deambular por una o por otra calle será vital para que ocurra. Debo haber elegido mal porque esta tarde no me crucé con ninguna cara conocida. Sería demasiado.

Ayer me lancé al sol del domingo y me fui a curiosear en el mercado de Boxhagener Platz. Buscaba un candelabro para poner las velas que enciendo cada vez que escribo pero encontré muchas más cosas. Un libro de Erich Kästner que leí entusiasmada en español hace un año y que compré en alemán por 2, 50. Un montón de muebles con tufo moderno y super setentero que me hicieron tener ganas de una casa aquí, de amueblarla con toda esa basura comunista. Unos guantes de boxeo (otra vez, los mercadillos están llenos de boxeadores fracasados) y un par de máquinas de escribir que miré con la devoción que heredé de un amor malogrado. Luego le encontré a él.

Justo cuando cambié de opinión y de dirección. Decisión acertada porque ahí estaba él, como si no hubieran pasado los años. Con los mismos ojos profundos y melancólicos, el mismo acento dulzón del río de la plata. Me contó que acababa de llegar después de ir, después de volver, despues de volver a ir y volver a volver. Nos pusimos al día sentados sobre el césped de Boxi y prometimos tomarnos una cerveza con calma alguna tarde de este otoño berlinés. Me escapé con la bicicleta y sobrevolé el puente de Oberbaumbrücke. Cerré los ojos temeraria de mí en la bajada para sentir el viento en la cara y llegué a casa pensando que hay casi tanto de mi en esta ciudad como lo que hay de ella en mi.

Y fue una sensación bonita.

viernes, 8 de octubre de 2010

Sapos con corona



Me he pasado la vida besando a sapos con corona.

Prometían ser príncipes.
Pero solo eran sapos.

Así que ahora...
Se buscan príncipes que quieran ser sapos.


¿tendré más suerte?

lunes, 4 de octubre de 2010

el agujero


Al otro lado de la ventana los árboles amarillean, la arena del parque, fría como la de la playa a primera hora, espera las manos calientes de los niños al salir de la escuela. Alguien pasea un perro, brilla el sol. A este lado una página en blanco, unos tacones que me hacen sentir insegura, un revoltijo en el estómago y ninguna gana de llorar. Estoy perdiendo las buenas costumbres.

En medio del parque veo un agujero. Si me asomo corro el riesgo de caerme pero si no lo hago me quedaré con las ganas de saber. Y quiero saberlo. Pero el miedo me paraliza, los tacones, el revoltijo. Olvidé pintarme los labios. Así que salgo corriendo en otra dirección.

Y llego al río. Me desvanezco en lo alto del puente mientras abajo los barcos sin turistas contaminan las aguas del Spree. Deberían prohibirlos, le digo al aire y el aire no me contesta y se convierte en viento y todas las hojas amarillas de este otoño incipiente me revolotean. Tiro los tacones al río. Quien los quiere. Yo no. Me hacen sentir frágil, insegura, pequeña. Me dan vértigo.

Vuelvo a casa. El agujero sigue intacto en medio del parque. Lo veo desde el otro lado de mi ventana donde la página en blanco sigue arañándome las palabras.

Prometo asomarme la próxima vez.
Lo prometo.

Cuento a la vista

Cuento a la vista
La parte niña del vestido a rayas