sábado, 28 de abril de 2012

Cortarse el pelo

Llevo meses pensando en cortarme el pelo. Mucho antes de saberlo ya amenazaba temporal en estos tiempos de derrota. Un cambio en los rizos deshechos, como un acto de rebeldía absurdo, como tirarle una patata frita llena de ketchup a la estatua silenciosa de Adam Smith.  Desde Edimburgo, fantasmas, frío y piedras, luchando a golpe de fish and chips contra el liberalismo.

Nunca llegué a cortarme el pelo aunque lo pensé una y otra vez. No lo sabía pero necesitaba un cambio, aunque desistí en mi empeño. Cortarme los rizos era como reconocer que me había contagiado de la tristeza, del desánimo, del desasosiego de este país irreal. Y no era cierto. A pesar de los informativos, de las conversaciones robadas, del dolor y la añoranza, la ciudad parecía seguir brillando a mis pies. Estábamos por encima, a muchos años luz de toda esta amargura. Paseando como si acabáramos de reinventar Malasaña. Bajando las cuestas con mi melena al viento, clareada en las puntas por un sol de ensueño al otro lado del Atlántico.

Y sin embargo, mucho antes de saberlo, esta ciudad y este país ya se me habían pegado al paladar con un sabor amargo. Dato tras dato, noticia a noticia, me dolían los huesos, me estallaba la cabeza, se me encogía la piel y no paraba de pensar en cómo echaba de menos una mano en mi mano. Aunque el resto fuera perfecto. Ante todo y sobre todo se me cortaba la respiración cuando en plena Gran Vía buscaba donde aferrarme y no había mano a la que enlazar mis dedos. Me servía el bolsillo de un pantalón o del asa de una mochila, pero no era lo mismo. Era un yo contra el mundo. Como ha sido siempre.

Por fin llegó la lluvia y solo trajo la tristeza. Soñábamos con escondernos del agua de primavera bajo un edredón de manchas. Escuchar cada gota marcando el tiempo y señalándonos la eternidad. Pero no sirvió para limpiarnos. El mundo estaba fuera esperando. El mundo y su gris, y sus malas noticias. El mundo donde la ternura no sirve, donde el talento no vale, donde los sueños no se cumplen, donde los amigos cogen las maletas y se despiden en los aeropuertos.


No hay remedio. Me han contagiado.
Definitivamente, tengo que cortarme el pelo.

miércoles, 4 de abril de 2012

Horas tempranas: Bogotá

Bogotá se despierta pronto, muy pronto, cuando a las 5:30 ya empieza a aclarar el día. A nosostras no nos despierta el sol sino el jet lag, que me abre los ojos como platos y me deja dando vueltas en una cama extraña.

Desde la ventana de casa de Cristina se ven todos los tejados de la Castellana (curioso, irse tan lejos para acabar en un lugar de nombre tan familiar). Son tejados de chapa, con antenas y bidones en los techos que me retrotraen a Córdoba, Veracruz. Aquí también hay una montaña imponente que lo llena todo de verde (aunque sin las nieves perpetuas del gigante Orizaba).
También hay un gato tranquilo apoyado junto a la ventana, observando, como yo, los tejados de este gigante de ocho millones de habitantes. Tiene el pelo atigrado y un gesto de león asilvestrado. Mi chaqueta está llena de pelos otra vez y unos se juntan con otros: los blancos con los color canela.

Ya pitan los taxis amarillos en la avenida cien. Ya despertó la ciudad hace tiempo. Y nosotras, cuerpo de jota, no llegamos a dormir nunca.

Cuento a la vista

Cuento a la vista
La parte niña del vestido a rayas