viernes, 30 de diciembre de 2011

Gaviotas

Las gaviotas sobrevuelan la ciudad de Oporto. Planean sobre el Douro, le siguen en su camino hacia el fin. Nosotras también le acompañamos y visitamos la playa. Este Atlántico frío no riza mis cabellos y posado a nuestros pies, tan inmenso y profundo, pienso primero en Nueva York, como si alguien en la otra orilla estuviera pensando exactamente lo mismo que yo. Después me pregunto cuándo se tragó el mar al río, cuándo este desapareció sumergido entre sus olas y su agua salada. En qué línea imaginaria dejó una cosa de ser otra. Desapareció. Se transformó.

Hace un frío húmedo en Oporto pero un sol brillante y dorado. Las gaviotas nos gritan desde el cielo y me asustan. Luego tropiezo. Otra y otra vez. He tropezado tantas veces en esta ciudad que doy pasos inseguros por sus calles empedradas pero no dejo de mirar su cielo limpio, de cerrar los ojos mientras respiro esta ciudad hermana. Nos encontramos una muralla, una iglesia, un mercado, una estación. Subimos y bajamos en esta ciudad de cuestas y azulejos, de edificios abandonados, de vinos dulces y pescados sabrosos. Agotamos el día, agotamos diciembre. Se nos agotaron los días del calendario. 

Descubro, no obstante, que no he dedicado ni uno solo de mis pensamientos, desde que llegué aquí, al año que se acaba. Tampoco al que empieza, aunque de eso ya se encargan las noticias en el diario: ser más pobres para parecer más ricos, esa es la consigna. 

No me pregunten por qué pero tengo la sensación de que las gaviotas no solo nos sobrevuelan en Oporto. No solo me asustan en Oporto. 

viernes, 9 de diciembre de 2011

Día de fiesta


Todo lo que quedó de ayer fue media botella de vino y apenas un par de golosinas compradas en el chino de abajo. También una cama deshecha, cristales rotos de una botella destrozada y un silencio sepulcral como de mañana de domingo.

No se escuchaban ya viejas canciones italianas, ni el sonido metálico de nuestros besos de vino, cuando ahogábamos un grito de placer, un baile de pasos perdidos, un montón de palabras no dichas. Nunca estuvimos desnudos del todo y sin embargo nos vestimos y nos desvestimos una y otra vez. Luego dejamos que el equilibrio abrazara nuestra balanza, nos acurrucamos en el sofá, soñamos con un mundo perfecto e irreal en que ninguno creíamos y nos dimos al placer de la piel. Recorrerla sorteando una a una cada pequeña imperfección, cada lunar como una estrella, cada cicatriz como un abismo.

Hoy es día de fiesta, pensé y tú negaste con la cabeza. No para mí y te marchaste ronroneando con el pelo polvoriento y la sonrisa cansada. Tu mirada, a pesar del sueño, era como tú, risueña. Nada que ver con la sombra negra que a veces, sin saber por qué, te nubla la vista de repente. Es como si un demonio se interpusiera entre tú y el mundo y aunque sea invisible y propio se vuelte tan palpable y real como la piel rugosa de tu espalda.

He recogido la casa después de la fiesta de ayer. Lentamente, como se despereza un gato he ido poco a poco borrando las huellas de la noche anterior. No fue fiesta exactamente lo que aquí tuvimos, quizá un encuentro, una aventura, una búsqueda, algo con lo que olvidar que no somos capaces de olvidar, que seguimos día a día arrastrando fantasmas. No una fiesta. Eso no. Otra cosa.

Solo cuando mi cama se ha quedado vacía la casa se ha convertido en mi hogar desangelado. He recogido la ropa, he cambiado las sábanas, he fregado los cacharros, he metido mi cuerpo gastado y humeante en una ducha caliene que me ha limpiado por fuera. He encendido una vela, he abierto un documento en blanco. He vuelto a la cama.

Me he despertado por segunda vez con hambre y frío. He recorrido descalza los pasillos de la casa y solo he encontrado media  botella de vino y la bolsa casi vacía de golosinas. Dos corazones de melocotón y fresa son el único resquicio de aquella orgía de azúcar, regaliz y vino.
Dos corazones abandonados. Muy propio.

Brillaba Madrid al otro lado de la ventana.
Me he salido a beber unas cañas.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Debería hacerlo

Y si afuera no está lloviendo debería hacerlo. La oscuridad se va adueñando de la casa y nadie enciende las luces. Y el cuerpo no responde (debería hacerlo). Quiere dormir pero no duerme, y abro los ojos y voy desentrañando las formas azules de la mesa, de los libros, de la ropa acumulada en la silla. Debí dejar mi alma abandonada en la barra de un bar, beberme dos gin tonics o tres. Acumular tristezas y fracasos a lo largo del tiempo y sacarlos todos a pasear tal día como hoy.

La casa se llena de luces, el útero se encoge y se desprende y las piernas flojean. Y me pregunto qué es lo que provoca esta reacción de alergia a la vida, esta lluvia y esta desidia. Fui recogiendo piedras que guardé en un bolsillo y ahora se acumulan todas junto a mi puerta. No me dejan salir (deberían hacerlo).

Las calles de la ciudad más olvidada de la tierra lucen grandiosos su carteles electorales de colores brillantes. Yo espero un autobús que no pasa en la dirección correcta (o tal vez sea yo la que no esté en el sitio adecuado) y cuando llego a casa rompo un vaso. Los cristales se me clavan en la muñeca y sangro. Poco, casi nada. La sangre se me escapa por otro lado, los cristales se me clavan en otro punto. Quiero rendirme en el suelo de la cocina y llorar a borbotones, como la sangre de mis muñecas que no se escapa (debería hacerlo).

Tal vez así, tumbada y desbocada, echada a perder como esta tarde absurda, podría recoger todos los fragmentos y hacer que tuvieran sentido.
La lluvia, el cuerpo, las piedras, la sangre.


Debería hacerlo.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Sucumbir


Cómo entender que el mapa no está escrito y que sin embargo será él quién nos lleve a todas partes, quién nos indique nuestro destino, quién nos escriba el futuro. Cómo entender que ha llegado otro otoño, que las cosas son distintas y sin embargo todo sigue igual. Tan mortalmente aburrido como siempre. Tan extraño y tan familiar. Cómo entender que es uno más. Que es uno menos.

Quizá era más fácil ponerse el vestido a rayas, acurrucarse en el sofa y sentir el ronroneo blanco y peludo de un gato, como Marcella en su cuadro verde. Quizá era mejor mirar con resignación y nostalgia la vida, rodeada de botellas vacías y paredes llenas de viejas historias. Quizá era más fácil, pero no más feliz. No mejor.

Pero nadie nos dijo tal cosa aunque todos la creyéramos. Nadie nos dijo que ver amaneceres supondría después un  atardecer. Nadie nos advirtió que vestirse de luto y pintarse la sonrisa mientras fuera comienza un invierno sería algo tan complicado. Que arañar las horas, que hacer como si no pasara nada sería la única forma de sobrevivir a los días muertos (y a los días de muertos). 

Nadie dijo que lo desconocido era mejor. Solo que era más emocionante. Quizá embarcarse en días de tormenta acabó en naufragio. Pero quién dice, digo yo, que no mereció la pena llegar a una isla desierta mecida por un recuerdo de sol.

Nadie nos explicó que crecer era sentir nostalgia por salones oscuros de cortinas de encaje, de días de lluvia y manos que jamás te rozaron. Nadie nos dijo que crecer era ir perdiendo y ganando para perder otra vez.

Será que anochece pronto y no hay calefacción en esta casa vacía.
Será que todo parecía fácil y ahora parece difícil.
Será que hemos sucumbido.
Tocado y hundido.
Una vez más.

martes, 11 de octubre de 2011

Lo que siempre fuimos

Pensamos, ilusos de nosotros, que la vida y sus circunstancias nos van cambiando. Que la gente que conocimos, los lugares que visitamos, las personas a las que amamos, las ciudades que habitamos nos fueron modelando. Pero y si fuera al revés. Y si nosotros y la manera en que queremos modelarnos nos hace elegir la gente que conocemos, los lugares que queremos visitar, las personas a las que deseamos amar aunque a veces hubiera sido mejor odiar, las ciudades que buscamos y rebuscamos hasta adherirlas a nuestro DNI. Y si hubiéramos sido como somos siempre.

Pero encontes si crecer es cambiar, en mi teoría, nadie evoluciona. Pero no es verdad. Evoluciona la imagen que damos al mundo y que ya contenemos. Somos como un cubo de Rubik, con mil caras distintas, con mil piezas que, dependiendo de cómo se coloquen, dan una visión u otra. Nos hacen de una manera u otra. Pero las piezas, lo que somos, lo que siempre fuimos, está ahí desde siempre. 

¿Y por qué me ha dado por ahí? Porque hace poco me hicieron un regalo. Era un viejo cuaderno de rayas, escrito a lápiz con una letra insegura, cuadrada y sin tildes. Tras esa letra insegura estaba yo. Y leerme en cada línea, en cada redacción del colegio, en cada pequeña historia era descubrir lo que siempre había sido. Lo que pensé que me habían dado otros y sin embargo, ya estaba en mí. Al menos la semilla.
Encontré, por ejemplo, esto:
El lobo nada feroz.   
Había una vez tres cerditos que estaban haciendo una casa en una pequeña ciudad. Cuando estaban haciendo las paredes estalló una tempestad. Y en ese momento llegó el lobo dando voces. Los pobres cerditos no sabían donde meterse. 
El lobo, no era el lobo feroz y solo querían invitar a los tres cerditos a su casa.   
Y allí, pasaron un día muy feliz.   
Fin.

Y sin saber, sin intuir lo que siempre fuimos, veinte años después, sin conocimiento ni memoria, yo escribí esto: El malo del cuento.
No me digan que no es sorprendente.
Lo sé desde mucho antes: escribo para no olvidarme nunca de lo que siempre fui.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Berlín ida y vuelta




Me pillaron los 29. Como un crack. Como algo que se rompe y se rasga. Como una parada de metro que llega antes de tiempo y tienes que bajarte de corre prisa, a trompicones, repartiendo codazos y con el corazón desbocado.

Me pillaron los 29 y estuve una semana sin abrir la boca. Con los ojos expectantes, mirando al cielo por si caía un milagro y el tiempo se detenía. Por si no había embriones creciendo en úteros ajenos, desafiando al tiempo. Por si no había contratos de 40 horas, ni hipotecas a medio pagar, ni huelgas ni revoluciones. Miré al calendario por si acaso aún no hubieramos desembarcado en septiembre.

Pero ahí estaba. El mes maldito. Así que cojí mis 29 y mi DNI caducado y me marché a Berlín. En la ciudad olía a tierra mojada y estuvimos escuchando conciertos hasta tarde. Me embriagué de cervezas y de bicicletas y volví a disfrutar de los amaneceres, de los mercadillos de trastos inútiles, del tiempo sin prisas, del césped junto al canal, de los amigos que nunca vemos. Luego Signe vació su habitación. Me regaló un sombrero y con el billete a punto se marchó a cruzar el océano, a buscar un amor, una vida, un futuro. A desprenderse de lo que había sido hasta el momento.

En Schönefeld vimos cómo la engullía el control de policía, tan grande y tan pequeña. Con un ojo reía y con el otro lloraba. Yo volví a Schönefeld algunas horas después pero ya no había lágrimas. Los 29 me habían pillado inevitablemente y ya era hora de abrir la boca. En mi cabeza bullían las historias, los proyectos, los objetivos. Los 29.

Tantas cosas, que no he vuelto a dormir seguido desde entonces.

viernes, 12 de agosto de 2011

Como si el mundo se parara

Vacaciones. Qué extraño término. Una se toma vacaciones del trabajo, de su ciudad, de su país, a veces también de su gente. Una coge un avión, o un coche o una bicicleta. Una recorre a golpe de pedal un río centroeuropeo y todo gira al ritmo de sus ruedas, todo marcha a la velocidad que el viento y tus piernas marca.

Pero la conciencia no tiene vacaciones, ni el corazón, ni el planeta. La cabeza sigue dando vueltas. El mundo también. Y una se aisla. E Internet se apaga y no hay ningún quiosco en esos pueblos bárbaros donde se pueda comprar un periódico español. Y entonces es como si el mundo se parara.

Y de vuelta a casa vemos que no, que no hubo vacaciones. Que el mundo no para. Que Madrid no duerme. Que cada día sigue saliendo el Sol.

lunes, 25 de julio de 2011

Otra vez Venecia




Te asomas al Gran Canal y el viento húmedo y denso de la bella Venecia te golpea en la cara. La misma sensación, el mismo cosquilleo. Casi, casi igual. Han pasado 35 años y cada una de esas personas que fuiste parece escurrirse por los canales de la ciudad hundida. Te miras las manos y las cicatrices, las líneas y las arrugas te recuerdan al que fuiste aquella primera vez. Al que fue y se fue. Al que ya no serás.

A muchos kilómetros, yo recibo tu mensaje y sonrío con nostalgia. Te imagino viendo tu reflejo difuso en el agua turbia de los canales y preguntándote dónde se fueron aquellos años, dónde quedó el chico barbudo recién casado que daba clases en un colegio de Barcelona. Te imagino admirando la fachada del palacio ducal y buscando entre sus columnas el secreto de la inmortal Venecia. Te imagino contándole al resto, como tantas veces me contaste a mí, que aquel puente blanco se llamaba de los suspiros por los condenados a muerte que lo cruzaban justo antes de subir al patíbulo.

Yo entretanto estoy sentada en alguna esquina de Sol. El asfalto está caliente, como la ciudad el verano que se llenó de dignidad y de sueños. Tengo casi los mismos años que tú tenías entonces, el mismo pelo rebelde,  las mismas orejas, la misma sonrisa, la misma mirada soñadora y triste. Pasarán también 35 años, me pregunto, y como en un suspiro llegará otra vez Venecia. Volveremos un día a las plazas, gritaremos de nuevo y contaremos compungidas batallitas de cuando cambiamos el mundo, de aquella primavera inquieta, de aquellos tiempos en los que, sin darnos cuenta, hacíamos la revolución.

Luego marchamos al Congreso y olvido Venecia. Gritamos consignas, jaleamos fuerte, nos asustan los policías con sus miradas de hielo (aunque no digamos nada). Al final nos entretenemos en procedimientos, en decisiones, en consensos y disensos, en no se oye coge el megáfono. Llega el cansancio.

Estamos cansados, poníais en el mensaje. Y es que ya lo dice Toñi siempre: hacer turismo cansa.


Hacer la revolución también.
Pero no por eso dejáremos de hacerla. 


jueves, 21 de julio de 2011

Estos días...

Pasaron sin querer los meses. Como siempre desde que dejamos de ser niños, el verano nos pilló de imprevisto. Hubo quien cumplió treinta. Hubo una desmemoria histórica que cumplió 75 veranos de tragedia. Hubo quien cumplió un sueño. Hubo sueños rotos también.

Entre tanto, el vestido a rayas se quedó mudo, como un vestido sin color, como una raya sin superficie. No estábamos a lo que estábamos. No estábamos. Quizá guardé las historias en cajas, como el resto de los recuerdos, de los tres años de Marías. Como la sombra de amores contrariados, como la cama en la que no fui feliz. Abandonada en un lugar que ya no es propio.

Así que me mudé de casa, casi de mundo. Escribí un cuento, planeé una huida, arreglé mi bici, me compré otro ordenador y seguí esperando.

Pero mis cambios eran los más pequeños. Los menos importantes.

La ciudad entera se llenó de flores, de ideas, de palabras. Las plazas alzaron sus manos y gritamos fuerte, tan en silencio que nuestra imagen dio la vuelta al mundo. El sol nos alcanzó a todos, tan fuerte que su brillo me hizo llorar de alegría, de emoción, de esperanza. Fuimos uno y fuimos todos. Comenzó la revolución.



Y así seguimos. Convirtiendo esta ciudad vertical en un lugar horizontal donde cabemos todos.
Esta vez sí que es el futuro,
acechando,
incordiando,
esperando.

Caminando por el asfalto caliente de este país que despierta.
Dispuesto a recuperar lo que es nuestro.

Así que ya sabes.
Estos días búscame en Sol.
Prometo ponerme el vestido a rayas.

jueves, 14 de abril de 2011

Oficinas virtuales


Las oficinas virtuales tienen sucursales en cada esquina. Yo he cambiado mi casa con balcón, ahora que han empezado a salirle flores a los geranios, por un cubo blanco con ventanas, por unas orquídeas con nombre propio y un cielo apocalíptico.

Madrid-Berlín son parte de la misma red de telaraña que me envuelve. Son la misma oficina virtual desde la que repaso perfiles biográficos de artistas y creadores españoles que una vez ganaron un premio, o varios premios, o todos los premios. Aquí o allí no cambia tanto las cosas, no despeja la mente, no termina las tareas sin terminar y mucho menos las que ni siquiera están empezadas. Aquí o allí no importa si por dentro tenemos metido el nervio, la prisa, el cansancio.

La oficina virtual solo cambia de decorado, pero en esencia sigue siendo la misma: este ordenador sin letra erre, estas manos que aporrean el teclado, esta mente que no descansa.

Luego acaba la jornada (¿pero acaba alguna vez la jornada?) y todo cambia. Madrid es Madrid y Berlín es Berlín. Es verticalidad frente a horizontalidad, estrecho contra ancho, rapidez contra calma. Madrid no es Berlín, es calor frente a frío, es sol frente a lluvia, metro frente a bicicleta. Por eso, ahora, fuera de esta oficina virtual importan los lugares.

Lo pienso justo antes de sumergirme en la piscina de Neukölln, entre su mosaicos y sus columnas. Luego dejo que el agua caliente de la ducha me arrugue la piel. Es todo lo que necesito y cuando salgo, con los rizos alborotados y los labios extremadamente rojos, es otra mujer la que desata su bicicleta y pedalea bajo la lluvia. Y entonces sí que cambian tanto las cosas. Entonces las oficinas virtuales tienen sentido y Madrid-Berlín es la más enorme y bella de todas.

Y es la mía propia.
Mi lugar de trabajo.
Lo que soy.

jueves, 7 de abril de 2011

Equipaje


La plaza de Vázquez de Mella se ilumina con las luces del reloj de la Telefónica. Pasear de noche por esa plaza, aunque sea solo para encajar las bolsa de basura amarilla en el contenedor a rebosar, es saborear una mahou clásica comprada en los chinos de al lado. Es dejar que la sal de las pipas te corte los labios que alguien sentado frente a ti desea besar, es la mejor manera de esperar a que las pechugas de pollo se descongelen, es hacer tiempo para que llegue el momento en que los cuerpos se mezclen. Aunque a nosotros, como no lo teníamos, nunca nos importó el tiempo.

Pienso esto mientras contemplo la aguja roja marcando las 11:30. Es mi plaza favorita. Una de ellas. Con sus yonquis que hablan a gritos, con los perros que olisquean nuestros kebap, con los patinadores y los borrachos, con la sombra alargada de un recuerdo doloroso y bello. De un verano. Del último.

Ya no recuerdo cuántos inviernos helaron el agua turbia del señor Vázquez de Mella, ni cuántas cervezas de chino me tomé después. Sé que nunca volví a esperar a que las pechugas se descongelaran, y nunca más volví a desnudarme del todo. Sé que dejé de pensarte a cada instante. Que dejé tu recuerdo para noches tontas y cálidas junto al contenedor de plásticos. Y te guardé en mi mochila.

No importa el bagaje, ni las maletas, me dijo alguien ayer a sabiendas de que nunca sería parte de mi equipaje. Lo dijo mientras trataba de agarrarse a una mentira, mientras sorbía con ansia una cerveza, mientras pisoteaba sin piedad una ilusión tan efímera que apenas había sido ilusión.

Pero no es verdad. Sí importa. Son lo único que traemos. Lo único que somos. Son lo que nos llevamos en cada muda de piel, en cada mudanza, en cada viaje. Son mis pechugas a medio descongelar y una ilusión pisoteada cuando hacía tiempo que era más que una ilusión. Claro que importa. Son lo que soy.

Pero hay quien no entiende que el equipaje es lo que nos hace más pesados, sí, pero también más preparados, más sabios. Hay quien no sabe, quien no aprende, quien no crece.

No es mi caso.

lunes, 21 de marzo de 2011

Primavera




Hay un pasillo lleno de padres primerizos que gritan al teléfono su alegría llena de tópicos. Huele a bebé y a hospital, huele a felicidad y hay flores por todas partes. Nuestra habitación está un poco más lejos. Al final del pasillo, junto a la unidad del sueño. Sufro insomnio las noches que duermo acompañada. También cuando duermo sola. No estoy nerviosa, no tengo miedo, no pienso. Pero soy incapaz de conciliar el sueño una vez me he despertado. Me quedo parada, con los ojos cerrados, a la espera de que mi mente se cierre también. Se pare también.

Hay bebés por todas partes y la cicatriz sobre el vientre de mi hermana es como una sonrisa de adolescente con aparato. Pero en este caso no hay niño alguno. La cicatriz se borrará y no quedará nada. Una anécdota, una historia. Como casi todo lo importante se perderá con el tiempo. No me mientas que yo me lo creo todo, aunque a veces vaya de escéptica por la vida. Aunque responda siempre con ironías. Aunque muerda cuando me besan.

Salgo del hospital y a Madrid le ha nacido una primavera. Han pasado 3 meses exactos y en este solsticio no me voy a ninguna parte. A no ser que, y dejo flotar los puntos suspensivos mientras bajo por Santa Engracia. Pero prefiero cerrar mi mente como trato de hacer cuando no duermo. Me escondo tras las gafas de sol y sonrío pensando en qué voy a desayunar, en el salón sin recoger, en la nevera vacía.

¿Por qué no?
Esta mañana inútil de lunes puede ser un buen comienzo de primavera.

jueves, 24 de febrero de 2011

Un segundo

Los vaqueros que colgaban del tejado de en frente estuvieron años ahí. Nosotros los veíamos desde nuestro salón sin sol y nos preguntábamos cómo habrían llegado hasta ahí. De quién serían. Por qué estarían allí. Pasaron granizadas y vendavales y siguieron en aquel tejado, cubriéndose de mugre, de lluvia, de ciudad. Luego vinieron los obreros a renovar el edificio. Abrieron las puertas de sus balcones, de esos balcones que siempre habían estado cerrados y sileciosos y pintaron la fachada de color crema. También quitaron los vaqueros. Los descolgaron con un palo largo y desaparecieron para siempre. Bastó un segundo.

También basta un segundo para acabar con un sueño. Con una vida. Con un futuro. Basta un segundo para enamorarse, y un segundo para decepcionarse. Basta un segundo para cruzar la frontera entre lo bueno y lo malo. Para pasar de un día feliz a un día triste. Un segundo. Nada. Todo.

Paso demasiado tiempo frente a la ventana. Si no a qué esta filosofía de tejado. Los operarios están tan cerca que puedo verlos. Pueden verme. Así que ya no me siento sola, aunque los vaqueros y la historia que los llevo hasta ahí hayan desaparecido para siempre.

Ya lo sé.
Últimamente solo escribo tonterías.


jueves, 10 de febrero de 2011

maternidad



Llevábamos la falda y el pelo corto. Éramos chicas con aspecto frágil y masculino, como si lo masculino pudiera ser frágil en aquellos años. Bailábamos, como si bailando fueramos simples marionetas y no importara nada más. Bebíamos, fumábamos y los adultos nos miraban mal. También los chicos nos miraban pero no había censura en sus ojos. Era otra cosa. Sin duda. Quizá la falda. El pelo. Los labios rojos. ¿No he contado que los perfilábamos con lápices de colores? Sí, aquellos eran labios perfectos. A veces los besaban y aquellos besos sabían a ginebra y a tabaco negro. Luego apoyábamos la cabeza en su hombro y el olor a colonia masculina nos erizaba la piel como gatas en celo. Si tenías suerte aquel hombro en el que descansabas pertenecía a un chico progre que tras la lujuria de las hormonas no te vería como una niña boba. Pero casi nunca había suerte. 

Éramos tontas, pero no más que ellos. Solo que ellos eran ellos y no tenían que rendir cuentas a nadie. Disimulábamos la barriga incipiente con jerseys largos y anchos que nos poníamos con mallas de colores eléctricos. Los labios seguían pintados pero ya no queríamos que nos besaran. Solo dibujarnos una sonrisa. Dejamos de bailar y de beber aunque no de fumar. Fumábamos todo el rato. Era nuestro momento de libertad. Aspirábamos el humo como si fuera la vida la que se nos metiera dentro y contaminara nuestros pulmones. Luego era otra vida la que venía y dejábamos de ser solo una. Dejábamos de ser mujeres, si es que alguna vez habíamos conseguido serlo, y nos convertíamos en madres. 

Y aquello era agotador.

martes, 1 de febrero de 2011

La mosca

Ellos creían que nos habíamos cansado de protestas y que les habíamos dejado libres para seguir en su alucinada carrera hacia la guerra. Se equivocaron. Nosotros, los que hoy nos estamos manifestando aquí y en todo el mundo, somos como aquella pequeña mosca que obstinadamente vuelve una vez y otra a clavar su aguijón en las partes sensibles de la bestia. Somos, en palabras populares, claras y rotundas para que mejor se entiendan, la mosca cojonera del poder.
Manifiesto contra la guerra.
José Saramago
15 de marzo de 2003.

Quisimos creerlo con tanta fuerza que la decepción, cuando llegó, fue mayor. Luego vino el cambio, pero las tropas ya estaban allí. Volvieron, pero dio igual. La herida estaba hecha. La cicatriz ya no se borraría nunca.

Habíamos dejado de tener veinte años, novios revolucionarios, fe en la política. Habían cambiado cosas y necesidades, y el mundo, las posibilidades, daban vértigo. Estábamos perdidos. Estábamos buscándonos. Así que cambiamos la calle por la palabra, por la acción pequeña y diaria. Por los asuntos propios. Y al final qué: la indiferencia. El olvido.

Ellos creían que nos habíamos cansado de protestas y era verdad. Ya no creíamos en ellas.

Pero la pequeña mosca que todos llevábamos dentro volvió a hacer sonar su zumbido. Era muy lejos de aquí pero el rumor de la mosca cojonera se oía perfectamente. Era una y otra y otra, así hasta miles. Llenaron las calles, llenaron las plazas, llenaron las portadas de los periódicos y ocuparon los espacios informativos de las televisiones de todo el mundo. Gritaban libertad, gritaban democracia. Pedían que no nos rindiéramos. Que siguiéramos creyendo.

Y la calle volvió a ser nuestra.

lunes, 24 de enero de 2011

Una imaginación desbordante


La imaginación desbordante de Teresa le hacía pasar miedo. Por las noches las sombras del gotelé parecían caras de monstruos dispuestos a devorarla y Teresa, con valentía, alargaba la mano para tocar el techo y hacer desaparecer aquellas formas vivientes que la aterraban. En la litera de abajo, Mercedes dormía tranquila mientras Teresa se preguntaba qué extraños seres habitarían debajo de la cama para convertir el sueño pausado de su hermana en ese ir y venir de aullidos guturales.

Cuando se lo contaba a Mamá, esta callaba y Papá, siempre con la misma cantinela, le acariciaba su cabeza rizada y susurraba: ¡Cuánta imaginación desbordada!

La casa era nueva y más grande y había algo de aterrador en cada esquina. Vivían en un segundo con una terraza que daba a un patio donde una canasta olvidada inquietaba a la pequeña Teresa. ¿Dónde estaban aquellos que jugaron antes allí? ¿Por qué no se escuchaba el golpeteo continuo del balón en el tablero?

- A lo mejor vivían unos gigantes que jugaban todo el día con la canasta – le contaba las tardes de lluvia a Mercedes - Pero se aburrieron porque encestar era muy fácil. Así que se fueron.

Pero lo que más miedo le daba a Teresa era el piso de arriba. No sabía si era su imaginación desbordante o los delirios del sueño pero cada mañana escuchaba el llanto triste y desgarrado de una mujer.

- Mercedes, despierta, ¿no lo oyes?

Aunque Mercedes, probablemente absorbida por los inquietantes monstruos que habitaban bajo su cama, ni se despertaba, ni oía nada. Teresa se encogía bajo la manta, se tapaba los oídos y cerraba los ojos para no ver lo que la imaginación, cruel, terrorífica, certera, quería mostrarle.

Luego, en el desayuno Mamá callaba y Papá, siempre con la misma cantinela le acariciaba su cabeza rizada y susurraba: ¡Cuánta imaginación desbordada!

Más miedo daban los golpetazos que venían del techo. Como si alguien martilleara con saña el suelo del piso de arriba, primero. Como si alguien caminara con zapatos de hierro, después. Teresa escuchaba aquellos golpes mientras merendaba en la cocina y Mercedes tocaba el piano en el salón.

No era su imaginación desbordante. En aquella casa pasaba algo raro. Tal vez vivía dentro una princesa hecha prisionera por un militar de pesadas botas y gesto enfurruñado que la había raptado para convertirla en su mujer y que reinara a su lado en el bosque encantado de la tercera planta. Tal vez la princesa, sola, aburrida y lejos de casa, lloraba cada mañana esperando que alguien la escuchara.

- Seguro que llega un príncipe vestido de azul y la rescata un día de estos – imaginaba, lloraba, rezaba Teresa mientras se cubría con el edredón y dejaba que aquella oscuridad tibia la alejara de los malos pensamientos.

Pero no fue un príncipe azul quien rescató a la princesa sino un par de policías uniformados que procedieron al levantamiento del cadáver.

jueves, 6 de enero de 2011

y por fin Madrid

.


Primero un atasco, luego una casa helada y destartalada, ahora cuatro paredes y un termómetro. No veo la luz desde hace dos días. Por fin llegó Madrid o yo llegué a ella (¿es Madrid un hombre o una mujer?) y apenas aquí me encerré en la habitación verde. Me sube la fiebre y me rondan los fantasmas y lloro como una niña asustada. Sé que es la debilidad de mi cuerpo pero la fuerza del llanto estremece mi piel. Escalofríos.

Cuánto tiempo ha pasado desde la nieve. Cuántos kilómetros. Cuántas copas de champán. Por qué quieres vivir entre dos ciudades, me pregunta Javi. No quiero, pero soy incapaz de vivir sin ninguna de ellas. Inmersa en este triángulo amoroso repleto de esquinas que recorrer.

Me ha costado llegar a Madrid. Y ahora, cuatro paredes y un termómetro. Quizá fue la noche sin frío en Salamanca. Cantábamos como locas y en ningún sitio escuchábamos electrónica ni las cervezas se agarraban a mi boca como besos furtivos. Me dejé embaucar por la ternura pero luego pasó. Soy práctica y estoy hecha de hielo, por eso el calor de la fiebre me derrite. Hay un charco de agua bajo mi cama y un hueco vacío a mi lado. Estornudo una y otra vez y busco unos ojos que me observen mientras duermo. Los veo aunque no existan y me digo que no, que no me siento sola, que es la fiebre.

Que son las ansias de salir de esta cama que me engulle.
Que son las ansias de Madrid.
Por fin Madrid.

Cuento a la vista

Cuento a la vista
La parte niña del vestido a rayas