Los vaqueros que colgaban del tejado de en frente estuvieron años ahí. Nosotros los veíamos desde nuestro salón sin sol y nos preguntábamos cómo habrían llegado hasta ahí. De quién serían. Por qué estarían allí. Pasaron granizadas y vendavales y siguieron en aquel tejado, cubriéndose de mugre, de lluvia, de ciudad. Luego vinieron los obreros a renovar el edificio. Abrieron las puertas de sus balcones, de esos balcones que siempre habían estado cerrados y sileciosos y pintaron la fachada de color crema. También quitaron los vaqueros. Los descolgaron con un palo largo y desaparecieron para siempre. Bastó un segundo.
También basta un segundo para acabar con un sueño. Con una vida. Con un futuro. Basta un segundo para enamorarse, y un segundo para decepcionarse. Basta un segundo para cruzar la frontera entre lo bueno y lo malo. Para pasar de un día feliz a un día triste. Un segundo. Nada. Todo.
Paso demasiado tiempo frente a la ventana. Si no a qué esta filosofía de tejado. Los operarios están tan cerca que puedo verlos. Pueden verme. Así que ya no me siento sola, aunque los vaqueros y la historia que los llevo hasta ahí hayan desaparecido para siempre.
Ya lo sé.
Últimamente solo escribo tonterías.
También basta un segundo para acabar con un sueño. Con una vida. Con un futuro. Basta un segundo para enamorarse, y un segundo para decepcionarse. Basta un segundo para cruzar la frontera entre lo bueno y lo malo. Para pasar de un día feliz a un día triste. Un segundo. Nada. Todo.
Paso demasiado tiempo frente a la ventana. Si no a qué esta filosofía de tejado. Los operarios están tan cerca que puedo verlos. Pueden verme. Así que ya no me siento sola, aunque los vaqueros y la historia que los llevo hasta ahí hayan desaparecido para siempre.
Ya lo sé.
Últimamente solo escribo tonterías.