Cuando nos conocimos tú aún no tenías 18. Cargabas una mochila, llevabas trenzas, tenías la boca grande y sonriente, los ojos claros. Querías pasar el verano en París. Querías entrar en la escuela de teatro de Varsovia el otoño siguiente y perfeccionar tu francés. Luego no te aceptaron en la escuela y empezaste filología en la universidad y comenzaste a escribirme emails en español. Casi no cometías fallos.
Luego yo también me fui a vivir al Este y tan cerca la una de la otra cogí un tren con literas, compartí cigarro y ronquidos con un iraquí repatriado y escribí el principio de un relato que nunca terminé. Era junio y hacía calor, acababan de romperme el corazón y yo atravesaba en la noche una frontera ya sin sellos, una Polonia suave y veraniega. Tú me contaste que te habías enamorado del novio de tu mejor amiga, que había sido un año duro porque al final él también se había enamorado de ti, y tu amiga te había dejado de hablar y a veces te dolía la culpa. Pero eras feliz con aquel chico callado y tímido de origen lituano que apenas hablaba inglés.
Me enseñaste Varsovia en verano. Los pianos tocaban Chopin en los parques, los libros se columpiaban en librerías donde tomarse un café. Comíamos helado y chocolate y me hablabas del guetto, de aquella escultura de un muchacho con botas y casco que había salido a defender quien sabe qué. Me hablabas de la escuela de teatro en la que ya no entrarías y me dejaste dormir en un sofá destartalado en el trigésimo cuarto piso de un bloque de pisos con ascensor y moqueta.
Luego viniste a Madrid un verano que yo trabajaba de noche y te enseñé el desierto de la Puerta del Sol a principios de agosto. De vez en cuando aún me escribías emails. Después crucé el charco y te perdí la pista. Volví a vivir al Este, tan cerca. Pero no nos vimos.
Una tarde de verano estaba buscando las calles solitarias de una Venecia atestada de turistas cuando recibí un mensaje en el móvil. Te casabas, en septiembre, con aquel chico callado y tímido que te hacía feliz. Yo, de la mano de un extraño con acento italiano, acababa de fotografíar un gato acurrucado atento a una presa y tú me mandabas mensajes y firmabas invitaciones de boda.
Prometí enviarte un regalo, pero no lo hice. Luego cambiaste el apellido y el correo, aunque me dijiste que seguías viviendo en aquel trigésimo cuarto piso de un bloque de pisos con ascensor y moqueta. Hoy me has mandado una foto de una niña preciosa con la boca grande y sonriente, los ojos claros. Me cuentas que has terminado el segundo año de tu doctorado, preguntas qué es de mi.
Y a mí, ya ves que tontería, sólo me da por pensar en aquel gato acurrucado atento a una presa.
Luego yo también me fui a vivir al Este y tan cerca la una de la otra cogí un tren con literas, compartí cigarro y ronquidos con un iraquí repatriado y escribí el principio de un relato que nunca terminé. Era junio y hacía calor, acababan de romperme el corazón y yo atravesaba en la noche una frontera ya sin sellos, una Polonia suave y veraniega. Tú me contaste que te habías enamorado del novio de tu mejor amiga, que había sido un año duro porque al final él también se había enamorado de ti, y tu amiga te había dejado de hablar y a veces te dolía la culpa. Pero eras feliz con aquel chico callado y tímido de origen lituano que apenas hablaba inglés.
Me enseñaste Varsovia en verano. Los pianos tocaban Chopin en los parques, los libros se columpiaban en librerías donde tomarse un café. Comíamos helado y chocolate y me hablabas del guetto, de aquella escultura de un muchacho con botas y casco que había salido a defender quien sabe qué. Me hablabas de la escuela de teatro en la que ya no entrarías y me dejaste dormir en un sofá destartalado en el trigésimo cuarto piso de un bloque de pisos con ascensor y moqueta.
Luego viniste a Madrid un verano que yo trabajaba de noche y te enseñé el desierto de la Puerta del Sol a principios de agosto. De vez en cuando aún me escribías emails. Después crucé el charco y te perdí la pista. Volví a vivir al Este, tan cerca. Pero no nos vimos.
Una tarde de verano estaba buscando las calles solitarias de una Venecia atestada de turistas cuando recibí un mensaje en el móvil. Te casabas, en septiembre, con aquel chico callado y tímido que te hacía feliz. Yo, de la mano de un extraño con acento italiano, acababa de fotografíar un gato acurrucado atento a una presa y tú me mandabas mensajes y firmabas invitaciones de boda.
Prometí enviarte un regalo, pero no lo hice. Luego cambiaste el apellido y el correo, aunque me dijiste que seguías viviendo en aquel trigésimo cuarto piso de un bloque de pisos con ascensor y moqueta. Hoy me has mandado una foto de una niña preciosa con la boca grande y sonriente, los ojos claros. Me cuentas que has terminado el segundo año de tu doctorado, preguntas qué es de mi.
Y a mí, ya ves que tontería, sólo me da por pensar en aquel gato acurrucado atento a una presa.
8 comentarios:
Querida señorita a rayas.
Vivir, recordando el pasado es algo positivo, pero siempre se ha de tener claro que las cosas cambian y hay que seguir avanzando.
La gente va y viene y los gatos acechan nuevas presas.
Contesta esa chica, cuéntale que aún te gusta el rojo y que mantienes una gran sonrisa. Cuéntale que has publicado en un libro y mira hacia delante. Hay mucho bueno en el futuro, busca, localiza y caza de nuevo!!!
Sí, perdemos gente, sin querer, como el que ve llover. La amistad es como las plantas, o se riegan o se secan.
Bello relato, María, pero con un sabor a culpa nostálgica.
Un beso
Salud y República
Metiéndome donde nadie me llama te diré:
1º) ¡Que recuerdos tan bonitos tienes para todos tus amigos!
2º) Sigue el consejo del anónimo comentarista.
3º) Me sorprendes, creo que has ido a más sitios que los dos últimos papas juntos.
4º) Si recuerdas el gato agazapado es porque tú estás a punto de saltar en la caza de algo.
Besos
Precioso post. Estoy con Anabel, "haz caso al anónimo", nunca es tarde de recuperar viejos amigos. Un buen relato.
saludos y salud
¿y si todo se tratará de una gran mentira? Tal vez soy como Traveler, el personaje de Rayuela que nunca ha salido de Buenos Aires pero siempre está hablando de viajes.
(os dejaré con la intriga...)
querido anónimo, vivir recordando el pasado no es positivo. Es una mierda. Pero escribir recordándolo es bueno, sobre todo si uno carece de una imaginación a lo Tolkien (mi caso). Por eso tengo que nutrirse de recuerdos propios, ajenos o inventados para sacar adelante ciertas historias.(alaaaa, aquí dando consejos de expertaaaaa...como me tiro el pisto ;-)
me gusta, Rafa, la comparación. La amistad es como las plantas, a veces, aunque las reguemos y las cuidemos, se mueren y uno no sabe muy bien por qué (menos mal que eso ocurre pocas veces...)
Anabel, los amigos que uno va dejando esparcidos por el mundo tienen siempre algo especial, te tocan de una manera distinta. Quizá porque son parte de un momento de tu vida intenso que tienes bien clasificado en la memoria. O quién sabe por qué...
Álvaro, nunca es tarde y además ahora con Internet esto de recuperar amigos está chupao...
un abrazo a los cuatro
Querida señorita a rayas.
El pasado hay que tenerlo presente, hay que exprimirlo y sacar de alguna manera lo positivo y lo aprendido en ese momento. Por eso es bueno tenerlo en cuenta, pero solo eso, nada de vivir en él. Se agradece el consejo, se anota y además, se intentará llevar a cabo.
Un abrazo para ti también.
Tosabu comenta:
Quiero recordar que había en la habitación un cuadro
con una hoja seca de los bosques de Varsovia mandado
por la señorita de tu relato, no seas perezosa María, tu pasado te está esperando.
Besitos para ti y para Aroa, me tendré que cambiar de apodo.
quedénse tranquilos todos. Creo que la chica de Varsovia ya sabe...
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