Negro había sido negro mucho tiempo. Antes no, antes estaba abierto a los colores, a la luz, a la mezcla, pero al final, el tiempo, como todo, acabó por ir cerrando su puerta y Negro se quedó solo ante una paleta sin colores. Cada vez más negro, cada vez más noche.
Blanco, tan blanco, y Negro, tan negro, no hacían otra cosa que buscar la mezcla, pero ningún color era lo suficientemente bello, lo suficientemente intenso, para desearlo de veras, y por eso continuaban solos, absolutos, buscando. Hasta que un día, Blanco y Negro se conocieron en una fiesta de colores puros. Eran tan distintos que se gustaron desde el primer momento. Lo que no tenía uno era justo lo que le sobraba al otro, y así Blanco y Negro decidieron mezclarse. Se les veía cruzar los pasos de cebra cogidos de la mano y confundirse con el asfalto. Les gustaba comer arroz con calamares en su tinta, beber horchata, jugar al ajedrez en destartalados edificios de hormigón, besarse bajo la lluvia.
Pero Blanco había sido blanco mucho tiempo, y pronto tuvo miedo de contaminar todo su brillo y su luz con oscuras sombras; y a Negro, que había sido negro mucho tiempo, le desconcertó ver cómo su oscuridad se iba diluyendo, y le cegó tanta claridad.
Por eso, una noche sin estrellas, sentados en torno a una vela humeante, Blanco y Negro se dieron cuenta de que a pesar de los buenos momentos, de haber sentido durante años la necesidad de un complemento, de una mezcla, aquel amor bicolor no funcionaba. Todo lo que tenía uno le faltaba al otro, por eso decidieron no verse más.
Continuaron puros.
Cada uno por su lado.