
Ella salía por la puerta verde cada tarde con los niños a dar un paseo por el barrio, comerse un helado sentados en las murallas, y caminar junto al mar. Mientras él, que acababa de regresar con el bote, de pescar lo que cocinaría más tarde para la cena, se quedaba sentado en la silla verde esperando, con una pluma de la mano y un cuaderno lleno de garabatos, esa gran idea.
A ella le gustaba el sol y la compañía, juntarse con otras parejas que, como ellos, acudían cada verano con los chicos a aquella isla del Adriático, tomarse una cerveza a media mañana, sonreir a los camareros bronceados y sonrientes que le servían en la terraza. Le gustaba leer revistas, comentar los cambios y las novedades, observar como crecían los niños, como rescataban conchas de la orilla y se les iba oscureciendo la piel. A él le gustaba la paz del mar abierto, el silencio que rompían solo las olas y las gaviotas, hablar poco, leer mucho, llevarse a los pequeños al campo y enseñarles a reconocer los distintos tipos de setas, a escuchar el silencio, a observar, a buscar. La gran idea.
A ella le gustaba verle sentado en la silla verde cuando regresaban del pueblo, con su mirada perdida y su sonrisa escueta. Le gustaba que la gente hablara y que nadie entendiera que todo eso que él tenía dentro, le pertenecía casi en su totalidad a ella, la que sonreía a los camareros y saludaba a todos por la playa. También a él le gustaba verla, todos los amaneceres, durmiendo tranquila como una niña con el pelo revuelto y la respiración pausada, acariciar su vientre fértil, sus cicatrices de madre, besarle los pies. Y que nadie supiera.
Una tarde cuando volvió del paseo con los niños, la silla verde estaba vacía. Nadie entendió que ni siquiera intentara buscarle por la isla. Nadie entendió, sólo ella, que había encontrado su gran idea.