
Tengo una berlinesa durmiendo en mi casa. Una berlinesa de verdad, de toda la vida, de Kreuzberg para ser más exactos. Ella me descubrió uno de mis rincones favoritos, Admiralbrücke, un puente junto al canal en que los días de sol uno puede sentarse tranquilamente a beber una cerveza y escuchar alguna banda de swing, ver payasos callejeros en pleno espectáculo, o simplemente observar el ajetreado ir y venir de bicicletas y gente. También los mejores atardeceres...
Tenerla en casa, es tener mi trocito de Berlín particular, mi manera de viajar sin billete.
Solo esto, su presencia, podría ser motivo suficiente para hablar hoy de esta ciudad-talismán, pero lo cierto es que la idea de esta entrada me ha venido a la cabeza esta mañana cuando he abierto el periódico y he leído que ayer, definitivamente, se cerró el aeropuerto de Tempelhof.
Sabiendo que su cierre era inevitable, este verano Fran y yo fuimos a echar un vistazo a este lugar. Cruzar sus puertas era como estar de repente en otra época. Sus paredes, los letreros, sus puntos de facturación, guardaban un aire hortera y nostálgico que conmovía. Pero el movimiento era mínimo. Muy pocos vuelos, muy pocos pasajeros y un no sé qué inquietante...
Fuera llovía sin importarle el verano (y mi maleta cargada de sandalias, ¡cómo si no conociera esta ciudad tramposa!) y nosotros paseábamos por todos los rincones que habíamos deseado visitar y habíamos ido dejando pasar.
Recuerdo que pensé que Berlín era precisamente eso, una yuxtaposición de experiencias que uno olvida, que va dejando pasar. Un lugar decadente y nuevo, lleno de regeneración y de historia, de papel de regalo y termitas. Y Tempelhof, donde la grandeza y la miseria se dan la mano en una única terminal, es la mejor muestra de ello.
Este aeropuerto lo construyeron prisioneros judíos cumpliendo los sueños delirantes de un genocida, y lo convirtieron en leyenda aviadores cargados de provisiones durante el bloqueo patricida de una ciudad con dos almas.
Qué será de este lugar,
para qué quedará,
sólo Berlín sabe...